Maquiavelo enseñó que un Príncipe no debe preocuparse de la fama de cruel si con ello mantiene a sus súbditos unidos y leales. La razón es que “con poquísimos castigos ejemplares, será más compasivo que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan prosperar los desórdenes de los que resultan asesinatos y rapiñas”.
Es decir que para asegurar el orden y la tranquilidad de un país, un Príncipe no debe temer imponer mano dura a su régimen si con esto castiga ejemplarmente a quienes fomentan desórdenes y conspiran contra el propio régimen. La muerte de unos pocos asegura la paz de los muchos.
La recomendación de Maquiavelo, sin embargo, no rige para todos los Príncipes, ni principados, sino en especial para los nuevos, es decir, para aquellos que forman por primera vez su reino y ven amenazados su comarca, sea por vecinos codiciosos o por ciudadanos descontentos o ávidos de poder.
Situación en la que no estamos, ciertamente.
Si la amenaza de la continuidad del gobierno de la Nación no está en peligro, ¿cuál podría ser la razón de fondo del Presidente García para insistir –de manera terca y caprichosa, como ha dicho Lourdes Flores- en ampliar la pena de muerte en el Perú para terroristas y violadores de menores de edad?
Una explicación racional bastante sólida refiere que el Presidente busca colisionar con el ámbito supranacional de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con el objetivo de evitar sanciones futuras que lo involucran directamente, como es el asesinato de más de 100 presos en El Frontón en 1986, durante su primer gobierno.
La sanción de la CIDH es inminente por lo que no habría otro camino que salirse de su competencia. Promover la pena de muerte sería, entonces, sólo la justificación que necesita para obtener la impunidad. En este mismo nivel de razonamiento estaría Alberto Fujimori; de ahí su apoyo y entusiasmo ante la propuesta presidencial aprista.
Otra explicación, menos racional, pero sostenida con insistencia en las últimas semanas es de orden psicológica. García está obsesionado por no descender en su popularidad y necesita enganchar con la población con propuestas efectistas -castigo máximo a los violadores y terroristas- que lo mantengan vinculado a las grandes mayorías.
En las últimos días se lo nota eufórico, adrenalínico, con mayor propensión a los tics nerviosos de entrecejas, como si una fuerza interior lo dominara y no la pudiera controlar. Mala señal para un jefe del Estado que, como decíamos a fines del año pasado (Ver artículo de Politikha: "Pena de Muerte o Discours de Mort"), debe discernir entre acciones emotivas y actos racionales. Y en los momentos más difíciles, serenarse y aquietar la pasión.
Una tercera explicación es la que señala Maquiavelo. Imponerse mediante el miedo. Abogar por un modelo de orden y paz con mano dura y autoritarismo. El Príncipe asume aquí un liderazgo caudillista que lo puede llevar a confrontar y arrasar con instituciones y los demás poderes del Estado.
Entre ser amado y temido un Príncipe debía escoger lo segundo, decía Maquiavelo. Aunque advertía que buscando ser temido, no termine siendo odiado.
El problema de esta vía no es tanto que no lo quieran al Presidente, o incluso que lo odien. El problema de fondo es que su autoritarismo lo lleve a colisionar y someter las instituciones, primero, y a perpetuarse en el poder, después. Por esta razón, es justo el reclamo de exigirle al Príncipe… que se calme.
América Latina está cansada de los caudillos que llegan al poder para quedarse. Miren lo que está pasando con Chavez en Venezuela. Primero arrinconó a sus enemigos políticos, luego cambió la Constitución, y ahora quiere tomar el control de los medios de comunicación. El camino es el mismo en todas partes. Ojalá los peruanos no tengan un remedo de Chávez los próximos años.
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