Hoy soñé con una calle en la que -estoy seguro- había estado antes. No me pasaba esto desde que dejé de ser niño. Hace mucho tiempo. La calle era colorida, de reminiscencia colonial, aunque con ribetes modernos. Era de un solo sentido con carros aparcados en uno de los costados. Una casita blanca llamó mi atención. Tenía una base de piedra, algo plomiza o azulada y un marco de puerta del mismo color. La puerta era blanca, lo mismo que el intercomunicador. Un farolito pendía del dintel, iluminando el número de calle: 20. Era la penúltima de la fila; más allá una casa amarilla con ribetes color ladrillo, bordeaba la esquina.
Era verano. Los árboles verdes, sin rastro de hojas en el piso, dibujaban una estampa que no era de otoño. Era verano. Estaba seguro por la sombra de las copas recostada sobre las casas y los autos estacionados. La calle estaba vacía, lo que me generaba angustia y curiosidad. No había niños jugando en los alrededores. Parecía una ciudad de ancianos. De pronto, sentí que en cualquier momento aparecería yo mismo caminando por la esquina, por la casa amarilla. Pero pensé que eso no sería posible porque si alguna casa tenía yo en esa calle tenía que ser la número 20.
Viví en una casita similar de niño. O al menos así me la imagino ahora de grande. Era una casita con techos a dos aguas, de paredes estucadas en cal, lo que le daba ese color blanco que la hacía tan cálida y amplia, aunque no lo fuera del todo, en realidad. Era limpia, eso sí. Mamá acostumbraba a mantenerla así casi con espíritu maniático. Y yo heredé esa costumbre con mi cuarto. Lo tenía siempre arreglado, y no importaba cuanto tiempo me tomaba, siempre le pasaba escoba al piso y limpiaba mi pequeña biblioteca que hasta ahora me acompaña y que empezó, me acuerdo, con dos libros que compre de una colección que por aquel entonces empezó a publicar el gobierno militar de turno.
Caminé hasta la esquina y miré hacia un lado. A media cuadra había un túnel. Los carros pasaban apenas por lo estrecho de lugar. Seguí de frente y comprobé que toda la calle estaba cubierta por la sombra de los árboles. Imaginé que caminaba por allí paseando mi perro, rumbo a la panadería. Pensé que sería un lugar agradable donde no existía ruido ni peleas callejeras. Pero por el silencio existente, era posible escuchar el ronquido de los viejos al hacer la siesta.
No sé por qué te cuento todo esto. Lo cierto es que esa calle de casas coloridas se apareció hoy en mi sueño. Era como si hubiera estado allí. Podía sentir el piso desnivelado en cada uno de mis pasos. Las baldosas a rayas que seguramente se llenaban de agua con la lluvia. Podía sentir la vida atrapada en una burbuja. Podía sentir, incluso, el canto de los pájaros en las mañanas. Hasta me picaba la nariz con las pelusillas que dejaban caer los árboles y que el viento arrastraba de un lado a otro. Podía incluso ver las letras en las esquinas pintadas sobre la pista: Stop. Las cebras preventivas y las líneas punteadas para aparcar los coches. Podía ver las tapas de los buzones.
Podía sentir que caminaba directamente hacia la casita blanca y tocaba el intercomunicador en forma de casita también. Sentí cómo unos suaves pasos se acercaban a la puerta. Recordé que podía identificar tus pasos, aún cuando caminaras descalza por la alfombra. Alguien respondía a mi llamado. Sentí el crujir de la aldaba. El olor a mujer. Desperté.
17 febrero, 2010
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3 comentarios:
Los sueños, dicen los psicoanalistas, son expresión de nuestro subconciente... aunque yo prefiero pensar que son más bien escenas de una película que en algún momento hemos vivido....
Los sueños son peliculas que ya viviste o que estas por vivir, creo yo.
algunos sueños son producto de lo que deseamos o rememoramos, es cierto, otros producto de la pizza que comimos la noche anterior, pero los más hermosos sueños son aquellos que Dios nos da para mostrarnos su propósito y pueden ser del pasado, del presente o del futuro....siempre tienen un mensaje...
gmg
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