En política hay que estar preparado para el combate siempre.
Para todo tipo de combate, en diferente terreno y con diferentes armas. No es
que la política se compare con la guerra, pero sí con su principio básico. El
fin de la guerra es doblegar la voluntad del enemigo. El fin de la política es neutralizar
la voluntad del oponente.Ambos persiguen ganar aunque con métodos diferentes.
La guerra genera enemigos; la política, oponentes. Unos quieren imponer
su voluntad, los otros también. Esta lucha de fuerzas y pareceres genera alianzas,
rompimientos, acuerdos o desacuerdos. Genera, en última instancia, victoriosos
y vencidos.
La forma civilizada de acercar las diferencias es el
diálogo. El consenso es ideal, aunque la mayoría persuasiva es casi siempre la
que prevalece. No se debe abusar del número. Porque las victorias de hoy pueden
ser las derrotas de mañana. Mayorías y minorías son representaciones variadas,
circunstanciales.
Encarar una contienda importante –una elección interna, un nombramiento,
una representación–, no es cosa de última hora. Hay que prepararse con tiempo.
Persuadir uno por uno, a los integrantes que tomarán la decisión.
A veces, puede incluso que haciendo con antelación el
trabajo, no se corone el éxito. Como sombras que se yerguen, estarán siempre la
traición y la deslealtad. Los compromisos asumidos, si no se trabajan y
consolidan con premios y promesas firmes, se parten o se diluyen.
El elemento sorpresa es decisivo. Lo que menos se piensa
ocurre. Eso también enseña. No estás solo. El trabajo que uno hace lo deshace
otro. Es una batalla sin fin. Por eso, de las derrotas se aprende. Lo
importante es no guardar rencor en el corazón y seguir actuando con fe, honor y
convicción. Las batallas fuera se pueden dar y perder o ganar. Las que nunca
debes rifar son las batallas internas, aquellas que sólo dependen de ti.
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