Verdad vs Posverdad
Junto al cambio climático, el hambre, la desigualdad, el populismo y la escasez de agua, la posverdad es uno de los seis problemas del mundo moderno. No es que la desinformación no haya existido antes. Por el contrario, como mecanismo de confusión, tergiversación, manipulación, existe desde siempre. Lo que hoy asombra no es ni su existencia, ni su esencia, sino su velocidad de propagación; la viralización.
El monopolio de la desinformación no está más en los gobiernos, empresas o medios de comunicación. La democratización de las nuevas tecnologías de la información pone al alcance de cualquier persona la posibilidad de intoxicar el espacio informativo, contaminando noticias reales con falsas.
En nuestro país el ejemplo más cercano es el suicidio del ex presidente Alan García. Desde que se supo la noticia de la gravedad de su estado hubo gente que se resistió a creerla. La red se inundó de fotografías reales y falsas del ex presidente en la sala de emergencia, de tomografías del cerebro dañado, de relatos hechos por terceros a partir de transmisiones de televisión. Esa sensación de incredulidad se mantuvo tras el entierro del ex presidente. Aún hoy existe gente que no cree que Alan García se haya suicidado. Esas personas están convencidas de que el ex gobernante se libró de la justicia, urdió un plan para escapar y salió caminando tranquilamente por el aeropuerto disfrazado de mujer.
Vivimos la era de la posverdad. Cualquier persona tiene los elementos de comunicación al alcance de la mano para fabricar historias reales o falsas. Puede a la vez crear o ayudar a crear corrientes de desinformación. La posverdad vive de la gente escéptica por naturaleza dispuesta a consumir ese tipo de noticias —fantásticas, increíbles, escabrosas, burdas o asombrosas— y que se retroalimenta de ellas. Antes solo los gobiernos utilizaban estos sistemas de desinformación. Hoy cualquier chico en redes es un potencial perturbador informativo.
Los Algoritmos
La clave para que esto ocurra es la velocidad en que se codifican, transmiten y decodifican las informaciones. Eso es posible gracias a los algoritmos, expresiones matemáticas, que analizan datos y que están en todas partes. Lo controlan todo, desde las operaciones que hacemos en el supermercado, en el cajero del banco, en las atenciones que recibimos en la clínica, hasta en los sistemas educativos que escogemos, la deudas financieras, las veces que viajamos, la forma en que gastamos nuestro sueldo.
Esos códigos matemáticos examinan nuestras búsquedas en internet, nuestro comportamiento en redes sociales, chequean los sistemas de seguridad de nuestras tarjetas de crédito y hurgan en nuestros teléfonos móviles.
En la mayoría de los casos facilitan las tareas informáticas complejas, pero también hay quienes mal utilizan la información. ¿El resultado? El lado oscuro de la modernidad: fraudes financieros, fake news, discursos de odio, democra-redes, ciberataques y guerra electrónica.
Dura Lex
La respuesta del mundo real no se ha hecho esperar. Alemania, desde el 2018, tiene una ley que impone sanciones a los medios sociales hasta de 50 millones de euros sino eliminan las publicaciones cargadas de odio. La Asamblea Nacional de Francia acaba de aprobar un proyecto de ley similar que exige a las empresas tecnológicas propietarias de redes sociales como Facebook o Twitter la eliminación de los mensajes de odio en un plazo máximo de 24 horas. Si la falta es grave, se propone sanciones económicas hasta 1 millón 250 mil euros. El presidente Emmanuel Macron pretende, además, que el nuevo marco legal pueda detener la propagación de contenido falso en este tipo de servicios.
Pero, no se confundan. El problema de fondo no son las redes, sino quienes las manejan. Sin principios, valores o ética, cualquier tecnología puede generar más daño que provecho. Los científicos consideran que el verdadero desafío del presente consiste en pensar «cómo sacaremos (en el futuro) el mejor provecho a la inteligencia artificial para beneficiar a la sociedad y minimizar su daño potencial». El poder de las nuevas tecnologías requiere, como todo poder, un control. El primero, es usarlo con responsabilidad y para solucionar los problemas —reales y virtuales— que el mundo padece. Si eso no funciona, está la ley.
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