En un país fraccionado y de extremos como el Perú, de profundas desigualdades económicas y sociales, no es raro que las posiciones políticas se radicalicen. Hasta se podría decir que es el curso natural de las cosas. El quintil rico es una franja estrecha, mientras los quintiles pobres son espacios anchos y desbordados. ¿Por qué habrían de pensar igual o defender los mismos intereses?
La pandemia no ha hecho más que agravar esta diferencia.
¿Qué pueden esperar los pobres en una situación apremiante y angustiante como la que viven a diario? ¿Defender la democracia, la libertad, el equilibrio de poderes, la Constitución? No es su prioridad. Su prioridad pasa por buscar el alimento para sobrevivir. Curar la salud. Sin educación, sin trabajo, enfermos y casi sin oportunidades, la necesidad extrema los empuja a soluciones radicales, extremas, desesperadas.
Los valores y fundamentos de la democracia, siendo imprescindibles, carecen en la desesperanza de la fuerza del convencimiento objetivo para fortalecer el sistema. Es como si la angustia y la preocupación por el diario vivir nublara la razón. Pero no es así, nada más lúcido que defender primero la vida. Aunque esta sea solo sobrevivir.
El centro político en estas circunstancias no puede entenderse como un punto geométrico, equidistante en el plano económico o social del país, porque la línea económico social no es equilibrada. Si el desbalance es desproporcional el punto de balance también lo es. Por eso, alcanzar el “justo medio” no es ubicarse en la mitad, sino un poco más abajo, allí donde están la mayoría de los ciudadanos y sus reclamos.
Ser de centro significa recoger y atender las demandas que tienen los pobres en educación, salud, justicia, trabajo, servicios básicos, infraestructura, lucha contra la anemia, discriminación. Por nombrar solo algunas de las carencias. Lo que pasa por dirimir el falso dilema de mercado versus Estado. No es posible pensar —como creen los ultraliberales— que el libre juego del mercado resolverá los problemas y que cualquier intromisión del Estado es perjudicial. Tampoco es posible irse al otro extremo —como creen los ultraizquierdistas— en un Estado interventor que distribuya riqueza, cuando todos sabemos que en realidad lo que hará será distribuir pobreza.
Lo que en verdad necesitamos es un Estado fuerte. Fuerte no en el sentido de Estado burocrático, sino fuerte en el sentido de que sea capaz de ofrecer resultados. Un Estado débil es aquel que no puede administrar con eficiencia su sociedad. Un Estado fuerte es, en cambio, un Estado eficaz, capaz de ofrecer buena educación y salud, así como buenos servicios. Un Estado fuerte es a la vez un Estado promotor de las iniciativas individuales y sociales, y al mismo tiempo, promotor de la igualdad de oportunidades.
Necesitamos un Estado que allane la cancha para todos, no que la incline para unos pocos en detrimento de las mayorías. Eso es tener un Gobierno de centro. Un Gobierno centrado en atender y resolver las demandas urgentes de quienes nacen en desigualdad de condiciones para beneficio de todos.
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