30 mil años a.C., cuando el hombre se asustaba, se refugiaba en las cuevas. Le temía a las fieras, a los fenómenos naturales, a lo desconocido. Dos milenios d.C., volvemos a hacer lo mismo. Nos refugiamos en casa por temor al COVID-19. Nos protegemos en el primer y último reducto que hemos construido.
Pasamos de la aldea global a la cueva global. En todo el planeta el hombre se refugia en su guarida. No debe, no puede, salir. Si lo hace se expone al contagio masivo por Coronavirus; un virus que no tiene aun vacuna y que empieza a dominar la vida y actividad humana.
Pasamos de la aldea global a la cueva global. En todo el planeta el hombre se refugia en su guarida. No debe, no puede, salir. Si lo hace se expone al contagio masivo por Coronavirus; un virus que no tiene aun vacuna y que empieza a dominar la vida y actividad humana.
No es tan letal, pero sí altamente contagioso. La rapidez con la que afecta al ser humano vulnera cualquier capacidad de atención sanitaria. China tuvo que construir un hospital en diez días para atender a los enfermos. Usó toda su potencia tecnológica, logística y política. El Estado en su máxima actividad. La coerción que vimos al comienzo contra los pacientes es ahora comprendida en todo el mundo.
El Reino Unido pensó al comienzo en la tesis de la imnunidad del rebaño. Es decir, la imnunidad de grupo: cuanto más gente se contagia y supera la infección (se vuelve inmune), menos posibilidades de que se produzcan brotes altos de infectados.
Martin Hibberd, profesor de Enfermedades Infecciosas Emergentes de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, lo explicó así: "Cuando alrededor del 70% de la población se haya infectado y recuperado, las posibilidades de que se produzcan brotes de la enfermedad son mucho menores porque la mayoría de las personas son resistentes a la infección".
Pero los modelos matemáticos de investigadores del Imperial College, no dejaron duda alguna. Aplicando un modelo epidemiológico que evaluaba el número de infectados versus las camas con respiradores necesarios para los enfermos, la política de no hacer nada, arrojó en Inglaterra 510 mil muertos y en Estados Unidos 2 millones 200 mil.
¿Qué hacer entonces? Hay varias decisiones que se irán probando en el camino. La primera de ellas ya se resolvió. Entre mitigar y suprimir, todo indica que lo más aconsejable es suprimir todo contacto humano. Aislar social y obligatoriamente a las personas. No solo reducir el contacto en algunas actividades, sino hacerlo en seco y de manera radical para todo grupo humano.
De esta manera, no solo menos gente se contagiaría, sino que, la que lo hace, podría ser mejor atendida por el sistema de salud. El objetivo es que el sistema de salud no colapse por desborde incontrolable de casos.
Sin embargo, esta forma radical de mantener al hombre en la cueva tiene su contraparte. Se le llama fatiga de comportamiento. La gente se cansa de estar encerrada y cada vez más seguido tiende a romper el cerco sanitario y escapa de la casa.
Esta conducta posible abre un tercer escenario: aplicar una política intermedia de encierro total por un periodo de tiempo, luego un tiempo sin restricciones, posible rebrote de la enfermedad y nuevamente encierro total por otro tiempo, y así hasta reducir la velocidad de contagio.
Todas estas medidas nacidas de cálculos econométricos han sido hechas solo teniendo en cuenta el punto de vista de la salud pública. Si le agregamos a ella la variable de impacto económico real para las familias y el país —trabajo, producción, comercio, servicios—, las pérdidas son incalculables.
Mientras tanto, el hombre, asustado, pero activo, ha decidido encerrarse en su cueva global y vivir conectado a internet. Cuando salga, es muy probable que el mundo sea diferente.
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