Los Estados son entelequias políticas. Los jefes de Estado son los que lo representan, según la Constitución. Y en circunstancias extremas, los diferencian. La pandemia de SARS-Cov2 que enferma al mundo de COVID-19, ha sacado a relucir el comportamiento de los Estados, o, mejor dicho, de los timoneles que los guían.
Con esa serenidad que los propios alemanes le reconocen, Angela Merkel fue la primera estadista en reconocer que al final del día, el 70% del mundo quedaría infectado del nuevo coronavirus. Su respuesta inmediata fue cerrar las exportaciones de equipos y medicinas.
Boris Johnson, el primer ministro de ideas y cabellos alborotados, quiso permanecer inmutable ante el avance de la pandemia y se dedicó a estrechar manos en señal de confianza. Cuando vio las cifras del Imperial College que pronosticaban más de medio millón de muertos, reculó, dictó medidas de asilamiento, pero fue muy tarde: también él se contagió de coronavirus.
El caso más paradigmático es el del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Insistió hasta la víspera en llamar “virus chino” a la nueva cepa de coronavirus para insistir en su origen y de paso castigar a su rival económico y político.
Como en el caso de su colega del Reino Unido, también se resistió a declarar asilamiento obligatorio. Hoy Estados Unidos es el nuevo foco del COVID-19 y Nueva York el centro de la pandemia.
En nuestra región, tenemos al presidente Jair Bolsonaro y al presidente López Obrador de México, cada quién en su estilo, poniéndose del lado negacionista y contraviniendo las recomendaciones de aislamiento de la Organización Mundial de la Salud.
El resultado: Bolsonaro, en su momento de mayor debilidad, con rumores de reuniones de las Fuerzas Armadas y evaluación de escenarios, peleado con sus gobernadores y con la opinión pública, que piensan lo contrario.
En México, el presidente dejó las estampitas religiosas y las recomendaciones de salir a los restaurantes y cuando la cifra de contagiados empezó a desbordarse, se animó a decirle a su gente que mejor permaneciera en sus casas.
La persona es el fin supremo del Estado, reza la mayoría de constituciones en el mundo. Pero son los jefes de Estado o de Gobierno, seres de carne y hueso, los que deben concretar esa orientación.
Son los primeros mandatarios los que dan sentido a los fines que el Estado asume para sus ciudadanos, en este caso, defender la dignidad humana.
El COVID-19, puso a muchos Estados en la disyuntiva de defender este principio o sucumbir a las necesidades de la economía, bajo los mismos argumentos –defender la dignidad humana– pero en el largo plazo.
No es una decisión fácil, como podría pensarse. En situaciones como las que vivimos sale a relucir el temple de los líderes. Su orientación humana y su sentido de la ética.
Suena válido el argumento de defender la base económica del país y evitar en un futuro mediato mayor pobreza y más muertes ante una crisis económica global.
Pero, la velocidad de irradiación de la cepa vírica COVID-19 fue tan agresiva que ningún sistema de salud lo podía soportar.
No estábamos preparados para una guerra virológica de tamaña magnitud.
Los Estados tuvieron, entonces, que decidir: defender primero la vida de las personas y atender luego la recuperación económica.
Si tienes un edificio en llamas, con personas adentro, la primera pregunta no es cómo reconstruyes el edificio, sino cómo salvas a las personas. Ese tipo de decisiones son las que toman los jefes de Estado o de Gobierno. Parece fácil, pero ya vemos que no.
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