Aparecieron transgrediendo las órdenes del Estado. Rompieron el aislamiento y el distanciamiento social. No les importó el peligro al contagio. Ni el miedo a la muerte. Son los caminantes pobres del Perú. Ciudadanos ubicados en el fondo de la escala social, a los que no les llega el bono del gobierno, ni la canasta de víveres. Nada.
Muchos de ellos llegaron a la capital para trabajar en lo que sea y ganar algo de plata. Lo hacen siempre en el verano. Vienen de distintos rincones del país a la capital a ganarse alguito. Trabajan como ambulantes, se emplean en negocios familiares; las mujeres optan por trabajar en casas, vender en mercados, tiendas o lavar ropa.
El Covid-19 frustró sus planes. El sistema informal que los sostenía colapsó con la cuarentena obligatoria. Desapareció el comercio, paró la economía. Los magros ahorros se agotaron y no tuvieron ni para proveerse alimentos, ni para pagar sus cuartos en la ciudad.
El hambre, la incertidumbre, el miedo, aparecieron. No había más qué hacer. Y como dice la canción, su única alternativa fue regresar a la tierra en que nacieron.
Entraron, entonces, en desobediencia civil.Una vez más, el Estado no supo ni prever la situación, ni atenderla como es debida cuando estalló.
Los caminantes se empezaron a juntar. Llegaron a las diversas salidas de Lima. Los que iban al norte se concentraron en La Victoria. Los que viajaban al centro se quedaron en la carretera central. Los que iban al sur, en Lurín. Los que pensaban retornar a la selva se acomodaron en las afueras del Grupo Aéreo Nº 8, esperando un vuelo humanitario.
La policía tuvo que intervenir para impedir su avance desesperado, desordenado, en turbamulta. No hay libertad de tránsito en el país. La cuarentena implica el encierro obligatorio. Pero, los caminantes no pueden darse ese lujo. Si no mueren por la infección, morirán por inanición.
Las regiones a las que pertenecen deben inscribirlos y organizarse para recibirlos; disponer de hoteles, carpas, para obligarlos a cumplir su cuarentena. Antes de salir también deben pasar por el protocolo de despistaje. Solo los sanos pueden seguir su viaje. Los sintomáticos deben permanecer en cuarentena; atendidos por el Estado, quien, una vez más, les ha fallado.
Según cifras oficiales de la PCM, hasta ayer había 167,000 inscritos para viajar a diversas regiones del país. De ellos, 3,579 lograron ser atendidos y pasar su prueba de despistaje; en tanto que 1,621 regresaron a 7 regiones.
La capacidad para hacerles las pruebas rápidas, según anunció el ministro Zeballos, es de 800 atenciones diarias. A ese ritmo, para atender a todos los inscritos, se necesitarán 208 días de pruebas, si es que nadie más se anota. En el mejor de los casos, las pruebas terminarán ¡en 7 meses!
Urge tratar la emergencia sanitaria como una guerra. Disponer de inmediato centros temporales de aislamiento en estadios, coliseos deportivos, parques zonales, iglesias. Hacer lo mismo que se hizo en la Plaza de Toros de Acho.
Informar a los caminantes las distintas ubicaciones de estos centros temporales de aislamiento y control sanitario. Lograr que las municipalidades se encarguen de su alimentación (La Victoria es la única que lo ha hecho). Organizar el transporte interprovincial y disponer su servicio. Las líneas aéreas privadas pueden también encargarse de trasladar a los pasajeros a los puntos más alejados.
Lo que no puede permitir el Estado es que los caminantes pasen la noche en el suelo, a la vera de las calzadas, que no tengan alimento, ni abrigo. Ellos no tienen otra opción. No son locos, irresponsables o insensibles. Son pobres. Pobres. Y están desesperados.
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