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20 febrero, 2021

La utopía de Floki

En la serie Vikingos, Floki es un guerrero danés que domina el arte de la guerra, eximio constructor de barcos, que cree fervientemente en sus dioses, pero que un día, tras asesinar a Athlestan, un mártir cristiano consejero del líder del clan, Ragnar Lothbrok, y perder primero a su única hija y luego a su esposa, decide abandonar su mundo de guerra, muerte y venganza para construir otro inspirado en “los auténticos dioses”.

 

Floki se abandona al vaivén de las olas y tras una larga odisea marina encalla en una tierra desconocida. Un lugar al que ningún hombre había llegado antes. A punto de morir con una herida pútrida en la mano, Floki se encomienda a sus dioses, pero se cura con las aguas sulfurosas de un volcán cercano. Al volver en sí entiende que los dioses le han permitido vivir con un propósito: disfrutar de las bondades de la tierra y compartir esa dicha con otros hombres. 

 

Decide entonces regresar a su pueblo, Kattegat, para atraer a un grupo de familias, convencerlas de las bondades de la nueva tierra y fundar con ellas un nuevo asentamiento vikingo, un lugar donde se destierre la violencia, la guerra, la rapiña y el deseo de venganza, y florezca en cambio el trabajo, la ayuda mutua, la justicia, la prosperidad y el culto en paz a los dioses. 

 

No es el primer utópico que fracasará en su intento. Ni el último. El sueño de Floki, la construcción de una sociedad justa y en paz se desarmará casi tan pronto como se inició. El asesinato del hijo de una familia generará el deseo de venganza de los afectados en una escalada de violencia que terminará por eliminar al fruto inocente del amor entre los hijos de ambas familias, simbólicamente, el primer hijo de la nueva tierra.

 

Si bien Platón diseñó en el mundo antiguo La República, un mundo más justo, coherente y ético, será Tomas Moro quien acuñe la palabra utopía, cuya traducción más exacta es “lugar que no existe”. Al igual que Floki, Moro también cree, a mediados del Siglo XVI, que los europeos pueden construir una civilización perfecta en una isla descubierta en aquel entonces y que los viajeros relataban con cuentos fantásticos de vida en comunidad, propiedad colectiva y tiempo libre para la paz, donde el interés de uno sería armónico con el interés del otro.

 

El mundo perfecto de Floki, como en el resto de pensadores y filósofos que han ideado lo mismo, no toma en cuenta que el componente esencial de la nueva sociedad no es la estructura jurídica o económica sobre la que se construye esa nueva sociedad; tampoco la religión, sino el hombre. Es la naturaleza humana la que, independientemente del orden social, sistema legal o principio económico que se pretenda establecer, se impone. 

 

Es el ser humano quien sin importar si tiene un Dios, varios dioses o es ateo, lleva en su alma el principio de toda civilización: la guerra y la paz, el trabajo y la rapiña, la envidia y la solidaridad, la perfidia y lo sublime, la vida y la muerte. 

 

Desesperado, desesperanzado, Floki renuncia a su proyecto de construir una sociedad ideal. Y se lanza a la nada. Otra vez. Las olas lo llevan ahora más lejos, mucho más lejos. Lo arrojan a las costas de América —como en realidad pasó alguna vez con los Vikingos, exploradores del mundo marino—, donde encuentra a otros seres humanos. Pero ya no tiene fuerzas ni deseos de conocer o intercambiar conocimiento. Se refugia en una casa que levanta en un árbol, sin contacto alguno con la nueva civilización. 

 

Los amerindios no lo atacan. Ni lo matan. Lo dejan vivir. Les causa curiosidad. Lo alimentan. Tiempo después, otros viajeros vikingos lo encuentran. Floki desciende de su casa-árbol. Los naturales lo creen loco. Sus antiguos camaradas también. Acaso por pensar un mundo mejor. Acaso por ser coherente con estos principios. Acaso porque eso es imposible.

 

 

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