El paro agrario realizado esta semana ha sido algo más que una protesta del sector agrícola. Puede verse también como un ensayo de movilización social, lo que en el maoísmo se conoce como “Línea de masas”, un proceso mediante el cual los grupos organizados —las masas— “aprenden a liberarse en la lucha”, mientras el partido los conduce correctamente hacia ese estadio de confrontación-aprendizaje.
Esta forma concertada de empezar a “batir el campo” en la práctica tiene una doble consecuencia. Por un lado, activa un sector golpeado por la subida de precios y escasez de fertilizantes e insumos agrícolas; y, por otro, troca la responsabilidad propia en ajena pasando de una política agraria ineficiente a echarle la culpa de la crisis agraria a los monopolios, oligopolios y a las posiciones dominantes en el mercado. La receta es conocida: polarizar y agudizar las contradicciones.
El proceso de confrontación permanente entre los poderes del Estado avanza y adquiere un nuevo dimensionamiento. Enfrentamos una polarización no solo entre poderes del Estado, sino en diferentes estratos de la sociedad. Los conflictos sociales se reactivan en el momento de mayor debilidad del Gobierno con dos viejas banderas de lucha: cierre del Congreso y nueva Constitución. La polarización empieza a expresarse ya no solo en auditorios, instituciones o publicaciones, sino en la propia calle, en una carrera que pareciera guiarse por el clásico principio de los movimientos sociales, según el cual, quien gana la calle gana el poder.
Lo concreto es que el Ejecutivo no puede gobernar, entendiendo este concepto como toma de decisiones para la resolución de problemas, y el Legislativo tampoco puede remover o vacar al primer mandatario. Así estamos prácticamente desde la segunda vuelta electoral. Estamos entrampados. El punto de quiebre que se espera es mediante la movilización en las calles, volcada hacia uno u otro lado.
Hasta ahora las movilizaciones han sido impulsadas por los polos. Primero fue la derecha, que salió a desconocer los resultados electorales y hasta a defender abiertamente un golpe de Estado. Hoy es el turno de los grupos radicales y antisistema que tienen experiencia en organizarse y alterar el país. El problema para la gran masa ubicada en el centro político es que se trata de un espacio desarticulado y carente de liderazgo. Los centros políticos por naturaleza son pasivos. Fuera de las redes sociales, este espacio que agrupa al mayor número de ciudadanos, tiene dificultades para llegar a formar una “masa crítica” que exprese con claridad una posición o, mejor aún, defina una línea u orientación política. Cuando el centro tiene norte, cambia el escenario.
A ello se suma que la crisis de los partidos ha hecho que la política sea cada vez más informal. Y en ese mundo, bien sabemos, prima el individualismo y múltiples como precarias redes de conexión. Una de estas redes, la Iglesia católica, acaba de dejar el púlpito para intentar mediar en el conflicto. Primero con monseñor Barreto para propender a un cambio de gabinete —que empieza a parecer insuficiente para superar el estado de confrontación en el que nos encontramos— y luego a través de la autoridad eclesiástica para llamar la atención al Ejecutivo y Legislativo y conminarlos a poner fin a la crisis.
Pero se necesita más. Necesitamos primero que nada recuperar la cordura en la política (Alberto Vergara, dixit). No podemos seguir en el camino de seguir quemando gabinetes y dejar que el Estado se siga descomponiendo con funcionarios incompetentes. La línea de masas no puede ser solo para los sectores arrabaleros mal llamados de vanguardia. Porque aclaremos: no hay vanguardia con ideas retrógradas. Mientras no se movilice el centro, mientras las mayorías no se organicen —o al menos se ilusionen— y no surjan nuevos liderazgos, los extremos seguirán disputando el reino de la política. Y de ellos —solo de ellos— será el cielo.
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