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15 abril, 2022

Pescado de Viernes Santo


Fue un Viernes Santo en que perdí mi último resquicio de inocencia. Y fue en el baño. Estaba solo, desnudo, con mi esmirriado cuerpo de niño y con muchas dudas en mi cabeza producto de una vida de sermones, misas y educación en casa sobre cómo debíamos comportarnos los cristianos, los verdaderos cristianos, en Semana Santa. 

 

“Debes lavar tu ropa, limpiar tu cuarto, barrer debajo de la cama todo el polvo donde se esconde el demonio; debes ayunar, no debes comer carne, la carne es el pecado, ni escuchar música alegre que despierta a Belcebú y humilla al Señor en la cruz; debes ir a misa, rezar, pasar el día en sosiego, sin murmurar, ni contrariar. Tampoco debes bañarte porque si lo haces te convertirás en pez”.

 

De todas las recomendaciones, esta última me aturdía sobremanera.

 

¿Por qué Dios prohibiría a sus fieles el aseo? Estar limpio de espíritu y de cuerpo era una manera perfecta de encontrarnos con Él. No tenía sentido esa recomendación. Pero enseguida pensaba: ¿Y si es un ejemplo?  ¿Y si en verdad lo que Dios nos quiere decir con esa prohibición es que no importa que estés sucio de cuerpo, lo esencial es que estés limpio de alma? Y si transgredías su orden ¿por qué te convertiría en pez? ¿Para multiplicarte después y repartirte en la cena? ¡Era espantoso!

 

Pensaba en todas estas cosas parado en el baño desnudo y con algo de frío. Con la mano en el grifo y el pensamiento aturdido por la conciencia que despertaba al romper una regla -hasta ese momento- de vida.

 

Dios no puede ser malvado. No puede castigar de manera cruel un acto simple y mundano como bañarse. ¿Cómo podría calmar el dolor de una madre al descubrir, de pronto, a su hijo convertido en una anchoveta, un pejerrey o un bonito, boqueando en la losa de la bañera? No. De todos los castigos que imponía Dios a quienes no guardasen como Él mandaba el Viernes Santo este era el más descocado. 

 

¿Y si era cierto? 

 

Todo estaba en mi cabeza. El romper la regla me lanzaba a ese momento perturbador en que Dios busca a Adán y Eva en el paraíso después de que han comido la manzana. Pero ellos no le dan cara. Están escondidos porque han roto un mandato y por primera vez sienten vergüenza de su estado. Tienen conciencia de su desnudez. Han perdido la inocencia.

 

Parado debajo de la ducha, desnudo y tiritando, estaba a punto de perder mi inocencia por mano propia. Era plenamente consciente de mi acto. Cerré los ojos. Recé un Padre Nuestro. Y abrí el grifo con fuerza. El agua fría encrespó toda mi espina dorsal. Me costaba respirar. Abrí los ojos y miré mis piernas. Seguían allí. No me salieron escamas, ni branquias. Grité y reí como un loco. 

 

Y pateé a un lado el balde con agua que previamente había llenado, por si acaso.

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