11 julio, 2020

Banderas del hambre


En julio han aumentado las banderas. No las rojas y blancas de Fiestas Patrias, sino las blancas del hambre. Descoloridas, percudidas, raídas, los trapos blanco humo apenas se mueven en esta Lima sin vientos, sin lluvia y sin alimentos para los más pobres.

La pandemia no solo ha destrozado la salud miles de familias. También amenaza con liquidarlas por hambre. Según Naciones Unidas, el PBI de América Latina caerá 9.1% y el del Perú pasará los dos dígitos. Estamos en el primer tramo de la mayor recesión económica de los últimos 100 años. Lo peor está por venir.

Al final del año, 45 millones de personas en la región caerán en pobreza. El desempleo que estaba en 8.1% pasará a 13.5%.  Es decir, sumaremos 44 millones de desempleados. La pandemia y la pobreza agravarán la desigualdad.
No es la primera vez que esto sucede en el Perú. Temporadas de hambre hemos tenido siempre. Incluso antes de la pandemia, en la periferia de Lima, en la sierra y la selva, miles de familias padecían de subalimentación. 

Los estómagos crujientes espolonean la imaginación. Los que están en el fondo de la escala social ni siquiera pueden activar un comedor popular. Recurren a un recurso más sencillo y directo: la olla común. 

Como las banderas blancas, las ollas comunes se multiplican en la periferia de Lima. No hay gas ni querosene para cocinar. Se cocina a leña o con pequeños restos de madera vieja de algún objeto inservible que se encuentra en cualquier parte. 

Avena en las mañanas para el desayuno. Arroz, menestras y torrejas de verduras para el almuerzo. Los niños y los ancianos primero. Los mayores, si alcanza.

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) cree que al final del año América Latina podría tener cerca de 90 millones de pobres. Si esto se cumple la crisis sanitaria podría convertirse en crisis alimentaria.

Atender la emergencia alimentaria es una prioridad. Los organismos internacionales recomiendan un Bono contra el Hambre por un periodo de seis meses. Atender a la población en pobreza extrema y mayor de 65 años en la región demandaría un costo de 23,500 millones de dólares.

El paquete debiera considerar, además, ayuda financiera a los productores de alimentos y a la agricultura familiar, que hasta ahora han resistido el embate de la pandemia al mantener estable la cadena de suministro de alimentos. El problema no es la producción de alimentos, sino el acceso a ellos. Sin trabajo, no hay plata para comer. 

“Hambre de Dios, sí; hambre de pan, no”. La frase de Juan Pablo II cuando visitó nuestro país recobra hoy su vigorosa sonoridad a demanda.

Las ollas comunes pueden ser un poderoso aliado en evitar que el hambre siga golpeando. Habría que organizar no su conformación, sino su reconocimiento. Convertirlos en núcleos ejecutores para que sean sujetos de ayuda económica directa sin pasar por la burocracia municipal, que no ha podido cumplir con eficiencia la entrega de canastas. La experiencia logística del Banco de Alimentos también puede ayudar.

En estas condiciones llegaremos a las elecciones generales del próximo año. Votaremos los sobrevivientes; con el estómago vacío y la cabeza caliente. El Bicentenario no será de celebración, sino de reconstrucción. Tendremos que reconstruir el cuerpo y el alma nacional.

Quienquiera que gane no tendrá tiempo ni de sentarse en la silla dorada. Tendrá que llegar con el plan de reactivación bajo el brazo. Se requiere, por tanto, no un gobierno que llegue a aprender, sino a implementar lo que sabe. A Palacio no se llega a descubrir los problemas, sino a resolverlos.


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