24 mayo, 2020

El pan nuestro


En la tercera o cuarta semana de la pandemia, de súbito, me desperté con la necesidad de hacer pan. Prepararlo, amasarlo, hornearlo, con mis propias manos.

De pequeño ayudaba a mi madre a hacer queques. Pesaba los ingredientes con meticulosidad, embadurnaba los moldes.

Pero nunca hicimos pan.

Hasta hoy que, en pleno confinamiento, descubrí que solo se necesitan cuatro ingredientes: harina, levadura, agua y sal. 

El pan es uno de los alimentos más antiguos del hombre. Nace con el trigo, unos diez mil años a.C.

Probablemente, estos cereales remojados en agua fueron olvidados, generándose una masa intragable que se arrojó al fuego y se coció; convirtiéndose en una crujiente hojuela.

Los egipcios dominaron la técnica y los griegos y romanos la perfeccionaron. Tal vez por su antigüedad, el pan simboliza el alimento primario.  

En la religión sacia el hambre de los pobres al multiplicarse, lo mismo que los peces. En la eucaristía, es el cuerpo de Cristo que será entregado por todos nosotros.

En política representa el derecho a la alimentación. Aunque también la manipulación desde el poder que busca atrapar la voluntad del hombre por el estómago. 

¡Pan y circo!, clamaron los césares. Haya acuñó ¡Pan con libertad!, pero los pobres saben que cuando el hambre aprieta lo único que hay es ¡Pan con soledad! Y si la cosa es para llorar, ¡Pan y cebollas!

No hace mucho, comentaba con los amigos este impulso repentino que me asaltó por preparar pan. Literalmente, salté de la cama con esta necesidad. Tuve hambre de pan. Desperté como si mi reloj biológico me dijera: ya es hora.

Luego comprobé en las redes que no fui el único. Infinidad de mensajes daban cuenta de lo mismo. Había gente que contaba que sentía esa misma necesidad de preparar su hogaza en casa.

Tiene que haber una explicación psicoanálitica, estoy seguro. El enclaustramiento prolongado está surtiendo efecto. Y, como en el pasado remoto, se vienen tiempos de hambre en el mundo. 

Hay que guardar pan para mayo. Y quizás también para junio, julio, agosto y setiembre. La cosa viene pelona. Y el hambre, como el virus, mata.

Ahora que hice mi primer pan, pensé mucho en un amigo de infancia. Panadero. De padre italiano. 

Era el menor de tres hermanos. Estuvimos juntos en primaria. Llevaba panes frescos, olorosos, crujientes por fuera y esponjosos por dentro. A veces me invitaba.

Un día fui a su casa y me enseñó su panadería por dentro. Todo era un desorden armónico. Los costales de harina arrumados, las mesas pegoteadas, la manteca en latas cuadradas, un barro de harina parda en el piso y dos hornos de ladrillo con puertas de hierro pesadas que solo controlaban sus hermanos mayores.

Ese día jugamos a ser panaderos. Hicimos panes, galletas de animales y pelotas de fútbol para comer de un bocado.

A mi ese mundo me ilusionó. Preparar el pan uno mismo. Me pareció fascinante. Pero a mi amigo no. Odiaba la panadería. Su padre lo levantaba todos los días a las cuatro de la mañana para ayudar en el trabajo. Entonces entendí por qué se dormía en las clases.

Pero ese día fuimos felices jugando a preparar nuevas formas de saciar el hambre. Terminamos con harina hasta en las pestañas.

He pensado en él ahora que amasé de verdad mi primer pan. ¿Qué habrá sido de su vida? Lo único que sé es que al morir su padre, sus hermanos mayores continuaron un tiempo el oficio, pero luego lo abandonaron. Vendieron la panadería y hoy en su lugar se levanta un edificio multifamiliar. Mi amigo creció, se fue del barrio y nunca más supe de él.

Un tutorial me ha servido para convertir la harina en la foto que acompaña este post. He trabajado unas horas, y no ha sido fácil. El trabajo en sí no es fácil. Ganarás el pan con el sudor de tu frente.

Hay que mezclar los ingredientes en orden. Poco a poco, sin prisa. Temperar el agua para que la levadure funcione. Esperar. Amasar. Golpear. Estirar. Doblar. Dejar reposar. Y luego, volver a golpear. Amasar. Enseguida, suavizar el proceso. Acariciar. Doblar. Juntar la masa. Palmotear. Descansar. Hornear. 

Con pan y vino se hace el camino. El alimento que calma el hambre. De coraza dura, dorada y crujiente. Y de miga suave, porosa, humeante.  El pan. El pan nuestro. 

17 mayo, 2020

Yo no me río de la muerte



“Yo nunca me río
de la muerte.
Simplemente
sucede que
no tengo
miedo
de
morir...”
- Javier Heraud, El Viaje.


Escucho al médico internista en RPP y vuelvo a pensar en ella.

Es difícil hacerlo cuando directamente no te ha golpeado o cuando lo hizo estabas como ausente.

De niño sentía su presencia cada noche.

Pensaba que se llevaría a mi madre y eso me producía una gran tristeza. 

Un hueco en el pecho me atravesaba de palmo a palmo.

No quemaba. Dolía. 

El dolor del corazón es el dolor de la oquedad.

A los doce años la vi a los ojos. Un auto casi me atropella, pero me salvó el instinto y la adrenalina acumulada en mis piernas que me hicieron correr, mientras el auto quemaba llantas, resbalándose en la calzada.

A los quince años visitó a uno de mis amigos.

Entonces, la conocí. Y pude sentir el dolor en el dolor ajeno.

Pensaba, si ayer nomás fuimos a verlo al hospital.

Estaba en pijama. Un pijama grande para su cuerpo esmirriado.

Hicimos una travesura y nos escapamos de las enfermeras.

Nos llevó a un sótano, y luego a otro. 

“Aquí vienen todos”, nos dijo.

“Los dejan en una cámara fría como una refrigeradora”.

—¿Tienes miedo?, preguntó.

—No, dije. Tengo pena.

—Ah, tienes miedo, miedo, ja, ja, ja, ja.

—¿Y tú?

—Ayer trajeron a uno de mis amigos del pabellón. Se lo llevaron a operar y no regresó. Casi nadie regresa. Tenía miedo. Yo no.

El día de su muerte estaba a punto de ir al colegio. El uniforme gris, pantalón y chompa plomo derretido, era lo más cercano que tenía al luto.

Sentí el dolor en el dolor de su madre, que encaneció en un segundo.

El tiempo pasó y fuimos creciendo. 

Pero cada vez que pasaba su madre a comprar al mercado, ella nos veía en silencio, con una mezcla de tristeza y resignación, como si una parte de su vida se hubiera ido ese día con su hijo.

Muchos años después, pero muchos años después, murió mi abuelo. Mi corazón había dejado de ser de niño. Entendía la muerte como algo natural. Mi abuelo vivió su vida y se fue sin molestar a nadie. 

Un día se durmió y no despertó más. 

He sentido luego otras muertes. Muertes cercanas, como la madre de mi amigo. Mi suegra. Otro amigo de infancia. Y muertes lejanas, muchas muertes lejanas.

Hoy ella se pasea por todos lados.

Flirtea, acecha, atrapa.

¿Qué pasará cuando la tenga que mirar a los ojos?

¿Qué pensará el médico cuando tenga que decidir?

Quizás no diga nada. Y no tenga miedo.

O quizás piense en la segunda estrofa del poeta:
“Yo no me río de la muerte.
Pero a veces tengo sed
y pido un poco de vida”.