25 octubre, 2020

Francisco, el hombre

El papa Francisco sorprendió al mundo al sostener en un documental dirigido por el ruso Evgeny Afineevsky que: “Los homosexuales tienen derecho a estar en una familia. Son hijos de Dios y tienen derecho a una familia. Lo que tenemos que hacer es crear una ley de uniones civiles. Así están cubiertos legalmente”.

 

La sorpresa es mediática porque en ningun momento el papa se refiere a aceptar el matrimonio igualitario, y menos en el seno de la iglesia. No tendría por qué hacerlo, además. El matrimonio eclesiástico es para los fieles de la iglesia, en este caso de la Iglesia Católica. Es un ritual que solo aplica para la comunidad que comparte una fe. 

 

La sociedad tiene sus propias leyes civiles para normar la vida. Para eso existe el el matrimonio civil y sus formas especiales de reglamentar y aceptar las uniones de parejas heterosexuales: la convivencia y el servinacuy

 

Pero el mundo está cambiando a pasos agigantados. Y en algunos países —como en Europa, por ejemplo— ya está normada la unión de parejas del mismo sexo. En muchos otros, como en el nuestro, no.

 

El cambio no ha provenido de la iglesia, sino de la sociedad civil. Y nadie debe espantarse de ello. 

 

El papa lo que ha hecho es dar una opinión que pisa la frontera del debate civil sobre la unión de parejas homosexuales, sin llegar a cruzarla del todo. 

 

Francisco no ha hablado de matrimonio igualitario, sino de protección de derechos. Y en este plano es que debemos entender su reflexión en voz alta.

 

Las personas que deciden compartir una vida deben tener derechos asegurados. Derechos sucesorios, derechos financieros, derechos de salud. Es parte de sus derechos sociales, no de su fe. 

 

No se puede mezclar creencia con derechos, ni fe con ley. Una pertenece a la esencia religiosa de la persona, permanece invariable en el tiempo. La otra, en cambio, es relativa a la condición de persona humana y puede variar en el tiempo. 

 

Lo que ayer no era legal hoy lo es. Los derechos sociales no son inmutables; cambian, se conquistan.

 

El papa ha abierto el debate. No es un debate teológico cristiano. Es uno de carácter social referido a los derechos de una comunidad que no puede ser ignorada y menos segregada. Es Francisco, el hombre.



18 octubre, 2020

La Ley de Hierro

 

En la primera década del siglo XX el joven sociólogo alemán Robert Michels introdujo una tesis que se mantiene: las organizaciones democráticas invariablemente engendran un grupo de poder que domina al resto. Una cúpula que divide la organización entre mandantes y mandados, representantes y representados, delegados y delegantes.

 

Este comportamiento —observó Michels— se encuentra en todo tipo de representación, por tanto, es consustancial a la democracia. 

 

Al grupo de poder dominante le llamó oligarquía, entendida más como camarilla o círculo de interés, que como clase social. 

 

Así, el problema de la democracia no estaba tanto en la ideología, la economía, la cultura de los pueblos o el poder capitalista que influye sobre los medios de comunicación, sino en una paradoja insalvable: el tipo de organización burocrática que transformaba a las organizaciones de poder en maquinarias de dominación.

 

Lo que Michels identificó, entonces, fue el dominio que al interior de una organización ejerce quienes llegan a la cúspide. Sean del color o línea que sean. 

 

Ese dominio ocurre en todo tipo de organizaciones que tienen como método de funcionamiento el sistema democrático representativo: sindicatos, iglesia, clubes o partidos políticos.

 

Cuando los representados delegan su poder en quienes los representan, estos tienden a acumular en el tiempo un poder casi absoluto en nombre de los propios representados, convirtiendo a la organización en una máquina de dominación.

 

Los partidos necesitan de dirigentes para operar. Y los dirigentes necesitan masas organizadas a quienes dirigir. Entonces, si las masas no aceitan los mecanismos de alternancia democrática en la dirección, la renovación de cuadros y la apertura a nuevos militantes, las reglas empiezan a cambiar para favorecer a la cúpula en el poder.

 

A ese comportamiento de camarilla le llamó Michels “la ley de hierro de la oligarquía”. Una forma de accionar de los grupos en el poder que buscan perpetuarse en él al acumular conocimiento e información, control sobre los mensajes y, sobre todo, pericia, maña, manejo político. 

 

Los dirigentes enquistados se vuelven duchos en el teje y maneje del partido, en el arte de armar asambleas y dirigir sus acuerdos, en manejar plenarias y en generar incentivos y desincentivos para estimular o frenar espacios de poder, endureciéndose cada vez más en los cargos de poder.

 

Estos grupos en el poder luchan contra otros grupos y todo asegura que las pugnas entre los que quieren quedarse y quienes aspiran a sucederlos se repetirá ad infinitum

 

Por más democrática que sea la organización es imposible que tarde o temprano no se forme una “camarilla oligárquica” que maneje el partido a su antojo.

 

El Perú no escapa a esta regla. El Jurado Nacional de Elecciones informó no hace mucho que más de la mitad del total de organizaciones políticas reconocidas por la ley tienen dirigentes partidarios con mandato vencido, es decir, son manejadas por pequeñas camarillas oligárquicas. 

 

Esta cooptación legítima del poder se sustenta debido a una militancia mayoritariamente pasiva y silenciosa que se inscribe en un partido político, pero que no participa mayormente de él. No hace vida partidaria. 

 

Solo hay una forma de romper la ley de hierro en los partidos: como se hace físicamente con el metal, calentándolo. Esto es, despertar a la masa silenciosa y construir un nuevo liderazgo. 

 

El tipo de liderazgo puede variar. Puede ser generacional, carismático, descentralizado, ideológico, doctrinario o programático. Pero tiene que ser nuevo. 

 

Ese nuevo liderazgo debe afirmarse en un llamado a la unidad; un llamado auténtico.

 

La unidad no es un discurso, es una acción. No es una palabra, es un propósito, una vocación, una actitud, un compromiso. Pero, sobre todo, un acto, un gesto de desprendimiento, humildad y grandeza. Y se debe trabajar plena y conscientemente en tratar de alcanzarla.

 

11 octubre, 2020

País de cumbres y abismos


País de cumbres y abismos. De contradicciones. De fuerzas endógenas y exógenas. País de hiel y miel al mismo tiempo. Dulce y cruel, como reflexiona el historiador, maestro y pensador peruano, Jorge Basadre, cuyas palabras, dichas hace ya veintiún años, mantienen su lacerante vigencia. El abismo social que veía y demandaba acabar, sigue siendo hoy una dura realidad ante nuestros ojos.

“País de choques y mezclas entre razas inconexas y polivalentes a través del tiempo largo, a veces cegado por la embriaguez de momentos alegres y confiados, aunque en más de una ocasión, resultó sumido en un agonizar cruento para tener, luego, extraordinaria aptitud para reaccionar. País de demasiadas oportunidades perdidas, de riquezas muchas veces malgastadas atolondradamente, de grandes esperanzas súbitas y de largos silencios, de obras inconclusas, de aclamaciones y dicterios, de exaltaciones desaforadas y rápidos olvidos. País dulce y cruel, de cumbres y abismos. País de Yahuarhuácac, el inca, que, según la leyenda, lloró sangre de impotencia; y de Huiracocha, el inca que se irguió sobre el desastre. 


País de aventureros sedientos de oro y de domino sobre hombres, tierras y minas y, también, país de santos y de fundadores de ciudades. País de cortesanos según los cuales no se podía hablar a los virreyes sino con el idioma del himno y el idioma del ruego. País de altivas y valerosas cartas que suscribieron Vizcardo Guzmán y Sánchez Carrión, separadas en el tiempo y unidas por la más pura inspiración democrática. País donde a lo largo del tiempo, gamonales altivos o taimados creyeron vencida a la estirpe de los defensores de los indios entre los que hubo mártires como Juan Bustamante y oradores incorruptibles como Joaquín Capelo. 


País de millones de analfabetos monolingües y con grandes figuras culturales. País de tanto desilusionado, pesimista, maldiciente en 1823 y 1824 mientras que, en esos momentos horribles, Hipólito Unanue voceaba su esperanza terca en el fervoroso periódico Nuevo Día del Perú. País donde, en la guerra de la independencia, se produjo el bochorno de la escaramuza de Macacona y, poco después, la larga luminosa de la los Húsares de Junín. País que entre 1879 y 1883 se enredó y dividió en un faccionalismo bizantino cuyos efectos letales no lograron contrarrestar, en múltiples rincones de la heredad nacional, numerosos héroes famosos o anónimos cuyos nombres debemos exhumar y que lucharon durante cinco largos años, a diferencia de lo ocurrido en la guerra entre Francia y Alemania en 1870, limitada a unos pocos meses. 


País que requiere urgentemente la superación del Estado empírico y del abismo social; pero, al mismo tiempo, necesita tener siempre presente con lucidez su delicada ubicación geopolítica en nuestra América”. 

 

(Discurso de Jorge Basadre Grohmann, agradeciendo la imposición de la Orden del Sol, en enero de 1979).






03 octubre, 2020

Perú 2021: ¡Pensá!


El gobierno del 2021 debe ser un gobierno diferente. Tiene que serlo. Para empezar, debe atender la emergencia, recuperar la confianza, reactivar la economía y ejercer la política.

 

El gobierno del bicentenario heredará una triple emergencia: sanitaria, económica y política. La conjunción de las tres genera en la gente desesperanza.

 

El país llegará con la mayor tasa de fallecidos por millón, con un PBI de menos 12 puntos porcentuales, con las reservas internacionales casi evaporadas y con millones de puestos de trabajo perdidos.

 

Si no tenemos claro que lo primero es recuperar la confianza y reactivar la economía, la pendiente hacia abajo será pronunciada. 

 

El nuevo gobierno, por tanto, debe inyectar optimismo. Ser austero. Y honesto.

 

Importarán los resultados: que recupere la inversión, que genere empleo y reduzca la desigualdad, la pobreza, la enfermedad y el hambre. En pocas palabras, que sea eficaz.

 

Para eso, más que palabras, necesitamos planes, reformas, cambios, acciones. Planteamientos, no demagogia. Programas, no experimentos.

 

Un Roosevelt después del crack de 1929. Un Kennedy del surgimiento. Un Konrad Adenahuer de la recostrucción alemana. Un Ben-Gurión de la fundación israelí. 

 

Más un equipo que lo acompañe a gobernar.

 

Que lleve adelante El Plan Bicentenario de Reconstrucción. Salud y Educación. Infraestructura productiva y social. Minería. Agro. Turismo. Innovación tecnológica.

 

Un equipo de gobierno que entienda que el bicentenario no será el año de la celebración, sino de la reconstrucción. 


Que impulse un nuevo modelo de desarrollo. Más inclusivo. Sistemas tributarios más justos. Empleos formales y decentes. Fortalecimiento de la sostenibilidad ambiental. Nuevos mecanismos de protección social.

 

Que promueva un Estado equilibrado en lo económico, lo social y lo medioambiental. 

 

Que elimine, combata o, cuando menos, ponga a raya a los dos peligros que han acechado al Estado desde su creación: el populismo y el mercantilismo. No es sano un Estado que todo lo regala, ni que solo le regale a algunos.

 

Además de todo esto, el próximo gobierno tendrá que saber dialogar. Hacer política. Lograr acuerdos. Hacer al menos esfuerzos por alcanzarlos. 

 

Gobierno y Parlamento no deben enfrentarse todo el tiempo. Es bueno que tengan puntos discordantes. Es malo que se entrampen allí y no lo superen. ¿Ven lo que pasa cuando el presidente del Consejo de Ministros y la ministra de Economía acuden al Congreso a conversar sobre una ley? Acercan posiciones. Concilian. Llegan a acuerdos. 

 

Elijamos bien. Escojamos con la cabeza, con el corazón si desean, pero no con el hígado. Hacé como Gareca: ¡pensá!