27 junio, 2021

Pálidos, pero serenos

 

Contundente. El resultado de la segunda vuelta electoral no deja dudas. La mayoría de peruanos abriga sentimientos negativos ante el turbulento desenlace de estas elecciones generales. La preocupación (46%), la incertidumbre (31%), el temor (17%), aparecen como nubes negras cargadas que eclipsan el espíritu de esperanza (16%) y alegría (5%) que debiéramos tener ad portas del bicentenario.

 

No es sorprendente sentirnos de esa manera si reparamos en la campaña de guerra que ha sido esta disputa electoral: masas movilizadas y en juego de posiciones, poderes fácticos alineados con una de las partes, sistema electoral espoloneado por maniobras dilatorias, pedidos de golpe, llamados de insubordinación y hasta propuestas de anulación de todo el proceso electoral.

 

La democracia es puesta a prueba hasta sus extremos. El intento de bloquear las decisiones del JNE a través de la renuncia de uno de sus miembros cuando la ley prohíbe hacerlo en pleno proceso electoral— es solo la gota que ha colmado la paciencia de los grupos democráticos que empiezan a decir “Basta ya”, o como editorializa El Comercio hoy, “Ya estuvo bueno”. 


Entramos en la recta final de la definición electoral. Hace un año nos preguntábamos en estas mismas páginas ¿Cómo llegaremos los peruanos a las urnas el 2021? ¿Con qué espíritu iremos a votar? ¿Con qué ánimo encararemos el futuro? ¿En quién confiaremos? O mejor, ¿en qué o quién creeremos? 

 

La encuesta de Ipsos nos dice que llegamos con el talante sombrío, preocupados y temerosos ante el futuro incierto. Lo vemos en las conversaciones en casa o con los amigos, en el trabajo. No hay seguridad de cómo obtendremos ese mínimo de racionalidad que se necesita para gobernar sin sobresaltos, ni sorporesas, ni con zarpazos desestabilizadores. Sin maniobras distractoras desde el poder y sin presiones violentas desde la calle.

 

El gobierno del 2021 necesita ser un gobierno diferente. La inseguridad, la prepejlidad, el miedo, se cura con reglas claras, predictibilidad, equipos sólidos y, sobre todo, confianza.  Recuperar la confinaza es el primer paso para salir de la desesperanza.

  

El diálogo entre las fuerzas políticas debe ser la savia que alimente la confianza. Las organizaciones empresariales están ya en ese camino. Lo anunciado por el entrante presidente de la Confiep apunta a un proceso de cambio que busca revertir la crisis de valores y la falta de confianza que vive el país. 

 

La polarización debe cesar para dar paso a la construcción de un pacto social por el cambio, pero moderado, con estabilidad macroeconómica, sin experimentos estatistas, con una conducta ética y con un manejo transparente de la cosa pública.

 

El Acuerdo Nacional puede ser el espacio para fomentar el encuentro ordenado de ideas y trazar los caminos más adecuados para manejarnos en democracia, discrepando con altura y respetando a las minorías. Sin juegos siniestros y desestabilizadores que invoquen el pueblo como excusa de uno y otro lado.


Reconstruir la esperanza será una tarea delicada, frustrante, pero deberá ser sincera, persistente e indesmayable si queremos pasar el bicentenario como lo imaginaron los padres fundadores. La visión de un país “Firme y feliz por la unión”, depende hoy más que nunca de nosotros. 



18 junio, 2021

Machetes y sables

Espantados, horrorizados, muertos de miedo. Así se sintieron algunos limeños al ver en la capital a cientos de campesinos ronderos que raspaban sus machetes contra el asfalto, mientras marchaban. 

 

Sonidos de guerra, acusaron.

 

Al mismo tiempo, un grupo de militares en retiro blandieron sus sables, esgrimieron fraude electoral y exigieron que los altos mandos en actividad intervengan e impidan “que la máxima autoridad del país sea designada de manera ilegal e ilegítima”. Invocaron incluso el derecho a la no obediencia.

 

Ruidos de golpe, insinuaron.

 

Veinticuatro horas después, el propio presidente de la República, Francisco Sagasti, a quien los militares en retiro acusaban de haber roto su neutralidad en el proceso electoral, salió en defensa de las FF. AA. y de su rol no deliberante en una democracia.

 

Lo inaceptable —dijo— “es que un grupo de retirados de las FF. AA. pretenda incitar a los altos mandos para que quiebren el estado de derecho”.

 

Tañido a la calma y serenidad, se escuchó.

 

El país va rumbo a una colisión violenta. Los dos partidos que pelean voto a voto la definición de la segunda vuelta, no han desmovilizado a sus masas. Todo lo contrario. Las mantienen activas y en las calles.

 

Esto es sumamente peligroso. Con un proceso extendido debido a las demandas de nulidad y una serie de mecanismos legales planteados, los seguidores de uno y otro lado se irán calentando cada día que pase.

 

Mañana hay dos marchas convocadas, una por Fuerza Popular y otra por Perú Libre. Ojalá estas se mantengan separadas y los líderes sean lo suficientemente razonables para no incitar más el clima de violencia. 

 

Pero hay momentos en que las masas se desbordan. En cualquiera de los bandos puede haber infiltrados que quieran ganar a río revuelto. Una pequeña brizna puede terminar incendiando la pradera.

 

La mayoría de los peruanos no quiere un desenlace violento. Ni un mar de sangre. Ni un golpe de Estado. Debemos rechazar cualquier intento de fuerza que busque socavar el orden constitucional y el sistema democrático. 

 

Los organismos electorales deben estar a la altura de las responsabilidades para actuar con apego estricto no solo a las normas, sino a garantizar el sentido exacto de la voluntad popular. 

 

No debe quedar alguna sombra de duda respecto a lo expresado en las urnas. Si los resultados no son reconocidos por todos, ingresaremos al preámbulo oscuro de la ilegitimidad y de aquí a la ingobernabilidad hay solo medio paso.

 

El país vivió entre ruidos de sables y anforazos los primeros años de su independencia. A pocos días de cumplirse los 200 años de ella, no repitamos los mismos ecos nefastos de buscar salidas violentas al margen de la Constitución y las leyes. Ni chirrido de machetes, ni ruido de sables.



12 junio, 2021

Lápiz con punta


La imagen tradicional de un político peruano en tiempos de campaña era llegar a las provincias a lomo de bestia. Eran tiempos en que el país no tenía carreteras asfaltadas y las provincias vivían aisladas. El político llegaba, levantaba un estrado en la plaza y propalaba un discurso. 

 

Con el tiempo, y con la llegada de la radio y la televisión, los mítines fueron cada vez más preparados para los medios que para la gente. Empezaron a llegar los grupos de música y artistas. El mitin político se convirtió en un show artístico y el político en un showman que bailaba y cantaba para deleite de la masa.

 

La explosión de las redes y el sometimiento de la política al marketing hicieron que empezáramos a vislumbrar una política 2.0, profesional, científica, con herramientas estadísticas y psicológicas para medir la voluntad popular y sintonizar con sus emociones.

 

Los publicistas de antaño dieron paso a los estrategas del marketing político. Seres casi extraterrestres que van de país en país organizando y dirigiendo campañas, sin importar aspectos centrales de las organizaciones políticas como identidad, ideología o valores.

 

Su consigna no es lograr un buen presidente, ni buscar el consenso ni la concertación —esas cosas aburridas son para los políticos y, además, esos temas no generan votos—. Lo que los marketeros perfilan es un candidato que gane elecciones, sin importar mucho el aspecto ético o las ideas que tenga para gobernar el país.

 

Entonces, elaboran encuestas y focus group; y proponen diseños, logos, eslóganes, ideas-fuerza, spots, carteles, volantes, mosquitos y redes sociales. Una superproducción de redes, videos, memes y tik-toks. 

 

Hasta que llega un candidato distinto, pero genuino, que se pasea por el Perú como lo haría en su chacra, con sombrero; que habla mal, pero que comunica mejor con una masa semianalfabeta mayoritaria, y que ofrece voltear la tortilla a quienes siempre han estado en el fuego perpetuo.

 

A diferencia de los candidatos tradicionales, que van a las capitales de departamento, este candidato se interna primero en las provincias, las más alejadas, donde no hay internet ni servicios públicos. Y donde el Estado es un perfecto desconocido. 

 

Les habla de las cosas de la vida diaria, como si diera una clase de primaria, su especialidad. No les habla de macroeconomía ni crecimiento per cápita, ni PBI, ni inflación, ni disciplina fiscal. Les dice que protegerá sus cultivos y sus mercados, que prohibirá aquellos productos que compitan con los nacionales y que estatizará la economía, aunque el Estado no pueda con los servicios básicos.

 

Más que articular un discurso racional, estructurado; exacerba emociones, mueve sentimientos, desata furias y penas. 

 

Con un discurso simple, básico —limitado, populista, anacrónico—, este candidato que logró notoriedad encabezando una huelga de maestros, que no se quita el sombrero ni cuando entra a un recinto cerrado, sin marketeros políticos, sin equipo de gobierno y casi sin asesores, está a punto de ser encaramado presidente de la República.

 

Tiene sí un aspecto simbólico muy fuerte. Representa una masa indígena discriminada y ajena al Estado en estos casi 200 años de República, y tiene experiencia sindicalista. Maneja asambleas y sabe presionar. Desde las provincias más recónditas, donde no llega el internet y donde la educación a distancia en plena pandemia fracasó, este profesor mestizo levantó un lápiz. 

 

Un simple y humilde lápiz, que representa para las poblaciones de las zonas rurales del país la aspiración a educarse. En plena era tecnológica, de tablets y móviles, ese lápiz está a punto de escribir su propia historia.