27 octubre, 2019

Indignados y desiguales


En Chile el pasaje del Metro subió 30%. Los estudiantes protestaron. Luego se les unió el resto de la población. El ministro de economía recomendó que mejor madrugaran si querían pagar un pasaje más barato. 

La gente no madrugó, pero sí despertó. Indignada, además.  

Del rechazo se pasó al descontento y de este a la indignación y a la furia colectiva en las calles. 

La protesta no es por lo 30 pesos, sino por 30 años de desigualdad, corea ahora la gente. Es una manera de responder ante medidas económicas en el precio de servicios que la gente entiende deben ser responsabilidad del Estado: Educación, Salud, Transporte, Seguridad. El costo de la vida sube y los salarios no.

Es a la vez una respuesta a la insatisfacción en la calidad de los servicios. No solo a lo caro y prohibitivos que resultan la Educación, la Salud y el Transporte, sino al pésimo trato que reciben los usuarios. Una Educación que al final no sirve para conseguir empleo, una Salud con hospitales sin medicinas y un Transporte que se modernizó en infraestructura pero que sigue movilizando a la gente como si fuera ganado o sardinas en hora punta. 

La protesta es también un reclamo al trato digno que merecemos todos.

Hace unos años un reportaje en televisión mostraba como miles de ciudadanos chilenos cruzaban a diario la frontera hacia el Perú para atenderse en clínicas y consultorios privados y municipales de Tacna. Cuando le preguntaron a los entrevistados las razones por las que preferían venir a curarse al Perú, la totalidad destacó el trato humano, respetuoso y paciente de los médicos, antes que los precios bajos. Luego de la consulta, eso sí, pasaban a disfrutar de la gastronomía peruana.

La gente reclama respeto, dignidad, trato humano. 

En Chile, como en cualquier otro país, no basta la infraestructura. El fierro y el cemento no es suficiente para hablar de desarrollo. El respeto al otro es también señal de modernidad. Los gobernantes pierden la perspectiva del poder cuando dejan de ponerse en los zapatos del otro. ¿Y cuál es la perspectiva del poder, sino servir?

El 60% de la población chilena sufre el Transantiago, vive endeudada, padece la inseguridad ciudadana y se siente asfixiada por las bajas pensiones y el alto precio de las medicinas. El 10% vive en su burbuja de confort y no pasa ningún apuro económico. El 30% es una clase media que vive el día a día sin preocupaciones, pero tampoco con holguras materiales.

Más de la mitad del país es la nueva clase media que ha escapado de la pobreza, vulnerable, precaria —que vive asustada y angustiada porque sus expectativas son más grandes que sus posibilidades—, que ha desbordado el índice de Gini, pero sigue formando parte de los 10 países más desiguales del mundo. 

El estallido social no es solo un problema de modelo económico. Es también un problema de Estado ausente, insensible, ineficaz, corrupto.  

La raíz de la indignación tiene varias nervaduras. Sus repercusiones trascienden Chile. Eso, con toda seguridad. La desigualdad enfurece. Pero es el maltrato el que gatilla la indignación.



13 octubre, 2019

Realidad contrafáctica


La denegación fáctica nos ha devuelto a la realidad contrafáctica. Después de una pelea terminal entre los poderes del Estado, en el que uno terminó disolviendo al otro, volvemos al punto inicial. Tendremos elecciones parlamentarias con las mismas reglas de siempre, las de toda la vida. 

El Jurado Nacional de Elecciones aclaró las dudas: los partidos inscritos en el Registro de Organizaciones Políticas no tendrán obligación de presentarse el 26 de enero de 2020. Tampoco desparecerán si se inhiben. No habrá alternancia ni equidad de género en las listas presentadas, ni elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias. Nada. 

Todo será como antes, como siempre. Los partidos deberán seleccionar a sus candidatos al Congreso con sus reglas internas. Que lleven invitados dependerá única y exclusivamente de su voluntad, así como que cierren sus cupos solo para sus militantes será de su absoluta responsabilidad. 

Lo que aún no se aclara en esta línea de tiempo contrafáctica —o paralela— es si los disueltos congresistas pueden volver a presentarse. El JNE ha dicho que lo hará cuando se presente un caso concreto en alguna de las circunscripciones regionales y sentará posición firme, recién en segunda instancia.

Queda aún un nudo gordiano para quienes pretendan ser candidatos a la presidencia (el 2021) y quieran ahora postular como congresistas en las elecciones parlamentarias complementarias (2020). El impedimento es el Art. 95 de la Constitución: "El mandato legislativo es irrenunciable". 

Si los principales líderes de los partidos quieren ser candidatos presidenciales el 2021 y al mismo tiempo postular ahora al Congreso 2020 deberán tener claro que, una vez elegidos, deben reformar la Constitución y aprobar en dos legislaturas ordinarias sucesivas —con 87 votos— la renuncia voluntaria del cargo de congresista o la exoneración de este requisito para candidatear a la Presidencia de la República. No hay otra.

Así las cosas, ¿valió la pena llegar hasta donde hemos llegado para tener unas elecciones contrafácticas sin alguna reforma política aprobada? ¿Habrá oportunidad de tener una mejor representación nacional? Son preguntas que se complementan, pero que requieren respuestas por separado.

La primera pregunta refleja hasta donde llegó la improvisación política. Los objetivos iniciales fueron la mejora de la calidad de la representación, el fortalecimiento de las instituciones, una mayor democracia interna en los partidos, si cabe el término. Pero el resultado fáctico ha sido más de lo mismo. Serán las cúpulas partidarias de toda la vida las que manejen la situación. 

Lo que nos lleva a responder la segunda interrogante. La lucha de poderes liquidó la hegemonía de una agrupación política en el Congreso. Está por verse si la nueva representación —mucho más fraccionada seguramente que la que acaba de terminar— será más colaborativa con el Ejecutivo. Esperemos que sí. Aunque sería mejor si el Ejecutivo fuese un mejor actor político para trabajar y lograr consensos, aún en escenarios difíciles.

La responsabilidad, entonces, de modificar esta realidad recaerá en las dirigencias partidarias. ¿Se requiere llevar a estas elecciones, jóvenes, rostros nuevos, que refresquen la política? ¿O se requiere más experimentados que defiendan lo logrado por el sistema vigente? Siempre será mejor renovar ideas que renovar edades. Equilibrar juventud y experiencia, antes que inclinar demasiado la balanza hacia uno u otro lado.

El periodo 2020, como señalamos en el post anterior, será clave para allanar el camino del Perú del Bicentenario. Un recambio generacional siempre es importante, pero mejor combinado que radical. Después de todo, estamos inaugurando un camino paralelo en este Congreso de quince meses que muy pocos se atreven a decir hacia dónde se orientará y cómo será: ¿una mini Asamblea Constituyente?, ¿una Cámara de Diputados?, ¿una de Senadores?, ¿un pequeño Congreso Bicameral Constituyente? Cosas de lo fáctico y sus bifurcaciones contrafácticas. 

06 octubre, 2019

El Perú descosido


Desbordando las costuras constitucionales, forzando y casi rompiendo el molde institucional, el presidente de la República, decidió disolver el Congreso, vía una interpretación auténtica de la cuestión de confianza —la denegación fáctica— que no convenció a todos.
La confianza se otorga, no se interpreta. Se expresa en votos, no se da por entendida, ni se deduce, ni infiere. Se constata. Y la constatación es a través del conteo de los votos. 
Pero fuera de estas disquisiciones legales que en algún momento deberá esclarecer el Tribunal Constitucional, lo cierto es que el presidente ganó esta batalla a sus opositores en todos los frentes.
Y, lo más importante, afirmó su poder. En términos weberianos, podemos decir que el presidente logró ejecutar su voluntad a pesar de las resistencias encontradas. 
Esta voluntad de doblegar a sus opositores se asentó sobre dos fuerzas que terminaron consolidándolo: las Fuerzas Armadas y la opinión pública. El poder de la fuerza y el poder de la masa.
Por otro lado, hay que decirlo, el Congreso se ganó a pulso su disolución. Nunca como ahora se pudo ver tan nítidamente la tozudez y la prepotencia, la obstinación y la soberbia.
En todos los idiomas, el presidente advirtió cual sería su decisión. Lo dijo, incluso, en televisión, un día antes de ejecutar la medida. Pero el Congreso, ay, siguió muriendo.
El choque de poderes pudo haberse evitado, si anteponíamos al diálogo de sordos el trabajo fatigoso de hacer política.
Ingresamos ahora a un escenario electoral que recompondrá el tablero político. No es momento para las improvisaciones. Los partidos deberán seleccionar sus mejores cuadros. Hombres y mujeres que asuman la tarea de completar las reformas que el país necesita.
Es necesario reencauzar al Perú no solo en la senda democrática, sino en la senda del crecimiento y desarrollo. Lo que el gobierno y el Congreso disuelto no pudieron lograr deberá ser ahora tarea del nuevo Parlamento.
El Congreso de un año y medio no debe ser asumido solo como un ente que completa el periodo legislativo, sino como un órgano activo, pensante, que hace Política y logra consensos; una bisagra propositiva que concerta y diseña el renovado escenario del Perú del Bicentenario. 
Sin parches, ni remiendos. Deshilvanados como estamos, el Perú del Bicentenario lo hacemos —y cosemos— todos.