30 mayo, 2021

El miedo

 

¿Qué mueve a las sociedades?: ¿el poder, la razón, el conocimiento, la estupidez, el egoísmo, la avaricia, la envidia, el odio, la solidaridad, el altruismo, el amor?. Todas las anteriores, sería preciso decir. En distinto orden, eso sí, dependiendo de nuestros valores, sentimientos, conocimientos y experiencias de vida acumulados.

 

Pero ¿qué mueve a las sociedades y a los seres humanos en los procesos políticos?, ¿las pasiones?, esos sentimientos extremos que dejan poco espacio a la razón para ser llenados por el fuego de la sinrazón. 

 

No es la ideología, que es un cuerpo de ideas compacto, no en desuso, pero sí en abierto retroceso. 

 

Lo que mueve las sociedades, especialmente en campañas políticas, es un conjunto de ideas preconcebidas, que más proceden de la emoción que de la razón.

 

El sociólogo francés Dominique Möisi usó este lado oscuro y fulgurante que tenemos todos para explicar el comportamiento de las sociedades e identificó tres fuerzas principales: el miedo, la humillación y la esperanza. 

 

El miedo es la ausencia de confianza, explicó Möisi. Es una respuesta emocional a una percepción —real o exagerada— de un peligro inminente. 

 

Tememos a lo que desconocemos o a lo que intuimos será lesivo a nuestros intereses. Por esa razón, el miedo es opuesto a la esperanza, que requiere creer para empezar a anidarla.

 

Hoy, en el Perú, a una semana de ir a la segunda vuelta, la emoción prevalece sobre la razón, y el miedo se ha fijado muy fuerte en nuestro inconsciente, impidiendo que crezca la esperanza.

 

Esta es una elección en la que el miedo ha sepultado a la esperanza, que en definición de Möisi es sinónimo de confianza.

 

Vamos a las urnas con miedo y sin esperanza. 

 

Miedo a que, salga quien salga, el otro candidato no acepte los resultados electorales y derrapemos en un clima de inestabilidad política y más perjuicio económico.

 

Miedo a que, gane quien gane, el país no encuentre la paz necesaria entre ejecutivo y legislativo para resolver los problemas urgentes que tenemos en torno al proceso de vacunación y a la recuperación de la economía.

 

Miedo a que, se siente quien se siente en el sillón de Pizarro, el país siga movilizado en las calles y se instaure un clima de paros, bloqueos y marchas en diversos puntos del país.

 

Miedo, en fin, a que la política siga deteriorando la economía. A que suba el dólar. A que reaparezca la inflación. A que crezca la deuda externa a niveles inmanejables. Y a que se ahonde la crisis social hasta ahora controlada. 

 

La tercera fuerza que mueve a las sociedades —nos dice Möisi— es la humillación, que es la confianza traicionada. 

 

A lo largo de nuestra historia, el Perú ha tenido más humillación que esperanza. Y más miedo que confianza.  

 

Acaso, si el 28 de julio, mientras San Martín realizaba uno de los discursos más cortos en la vida política de un país tuvimos, apenas, un hálito de esperanza:

 

“Desde este momento, el Perú es libre por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”.

 

De ahí en adelante, nos ha dominado la humillación —la esperanza traicionada—, los golpes, autogolpes, la corrupción. Otras veces, el miedo: el terrorismo, la hiperinflación, el crimen organizado. 

 

Hubiera sido deseable que al cumplir 200 años de vida republicana —entre sables y anforazos— habláramos siquiera una vez de esperanza. La esperanza de un futuro mejor para todos. Habrá que esperar.

23 mayo, 2021

Gracias, presidente Sagasti

En este país de desconcertadas, desmemoriadas y malagradecidas gentes, debemos hacer un alto para reconocer las cosas que se hacen bien.

 

No digo excelentes —nada lo es el mundo humano y menos en la política— pero, al menos, bien. 

 

Me refiero a la meta cumplida por el presidente de la República, Francisco Sagasti, de haber asegurado la compra de 60 millones de vacunas para este año.

 

En cualquier otra circunstancia, no habría necesidad de reconocer a un funcionario público que solo cumple con su trabajo. 

 

Y entre todos los funcionarios públicos, el primer mandatario —su título lo precede— es el primero de todos los ciudadanos obligado a cumplir con su deber.

 

Eso es lo que manda la doctrina, el sentido común y el buen gobierno. 

 

Pero en medio de tanta turbación electoral, con tanto miedo de uno y otro lado, con decisiones al borde del abismo, gestos simples como el cumplimiento del deber pasan desapercibidos.

 

Aplaudimos  la labor de los señores de limpieza pública, pero no hacemos nada para juntar en bolsa aparte los restos de nuestros contagiados.

 

Reconocemos el desempeño de médicos y enfermeras que todos los días le ven la cara al enemigo invisible, pero los insultamos y agredimos si no nos consiguen una cama UCI.

 

Nos solidarizamos con los millones de venezolanos que han huido de su país, pero subimos el vidrio del carro cuando se acercan a vendernos un caramelo.

 

Rezamos, pero terminada la misa nuestros pensamientos se inundan otra vez de mezquindad y maldades.

 

Vivimos en democracia, pero no nos importa pervertirla por un modelo que ha fracasado en todo el mundo.

 

Amamos la libertad, pero estamos dispuestos a tirarla al tacho por cerrarle el paso al otro.

 

Presidente Sagasti, gracias por haber devuelto al país, en sus cortos seis meses de gestión, sentido a las palabras confianza y decencia. 

 

Su mayor recompensa será, después del 28 de julio de 2021, caminar por cualquier calle del Perú y tomarse un café sin que la gente lo señale con el dedo.

 

Como bien ha recordado usted en palabras del mariscal Cáceres: el Perú será grande cuando todos los peruanos nos resolvamos a engrandecerlo. 

 

Reconocer y agradecer es una buena forma de empezar a hacerlo.

19 mayo, 2021

Pelotudeces democráticas

Que necesitemos obligar, como sociedad civil, a los dos competidores en segunda vuelta a firmar un documento para asegurar un compromiso mínimo con el sistema democrático revela hasta qué punto carecemos de ese espíritu como país.

 

Hay que estar en el sótano democrático para pedirle a los candidatos que dejen por escrito que se irán el 28 de julio de 2026, que respetarán la Constitución, que defenderán la iniciativa privada y la libertad de expresión y de prensa.

 

Sin partidos políticos institucionalizados, con un centro político licuado en el presente proceso electoral —licuado, no desaparecido, ojo—, el papel de garantes de la democracia lo han asumido las iglesias católica y evangélica y las ONG como Transparencia y la CNDDHH.

 

Pero no pasaron ni 24 horas cuando salió a la luz un audio del electo congresista de Perú Libre, Guillermo Bermejo, encendido como su apellido: “somos socialistas y nuestro camino de nueva Constitución es un primer paso. Y si tomamos el poder, no lo vamos a dejar. Con todo el respeto que se merecen ustedes y sus pelotudeces democráticas, nuestra idea es quedarnos para instaurar un proceso revolucionario en el Perú”.

 

¿Cómo queda el juramento democrático del profesor Castillo frente este tipo de declaraciones? Literal, y lamentablemente, como un saludo a la bandera. 

 

Una de esas pelotudeces democráticas a la que se refiere Bermejo representa el corazón de la democracia: la alternancia del poder. Él no cree en este mecanismo que nace del respeto a la Constitución y de la propia voluntad popular. Su idea es quedarse en el poder.

 

Por si fuera poco, el propio candidato presidencial en una presentación ante los gobernadores regionales ha seguido desmadejando su plan de terminar con el sistema. A sus iniciales ideas de desaparecer el Tribunal Constitucional y la Defensoría del Pueblo —reestructurar, dijo luego—, se suma ahora la propuesta de liquidar la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil), el Programa Nacional de Inversión en Salud (Pronis), el Programa Nacional de Infraestructura Educativa (Pronied) y el Programa Provías Nacional.

 

Ello con la finalidad de que estas instancias no compitan con los gobiernos regionales y locales, a los que también le quiere transferir autonomía en la recaudación de impuestos, siguiendo el esquema de estados federales y no los de una república unitaria y descentralizada como establece la Constitución. “Zapatero a tus zapatos”, refirió para remarcar su voluntad de que cada uno haga lo suyo.

 

El problema es que los gobiernos subnacionales no han sido capaces hasta hoy de lograr eficacia en la inversión de los recursos fiscales transferidos. Los gobiernos regionales tienen una ejecución del gasto público del 65%, mientras que los gobiernos locales apenas si pasan el 51%. No solo es ineficiencia o corrupción como podría pensarse, es algo peor, es incapacidad real, ausencia de capacidad técnica y de recursos humanos.

 

Hasta ahora no escuchamos un plan sobre cómo elevar el nivel de gestión pública en los niveles subnacionales. No se trata solo de descentralizar el mecanismo de control, en este caso la Contraloría General de la República, que está muy bien que se haga, sino de descentralizar también las capacidades técnicas y humanas a los gobiernos regionales y locales.

 

Se requieren gestores públicos que sepan armar expedientes técnicos, hacer seguimiento a los desembolsos y ejecutar los presupuestos con calidad y eficiencia. Hay propuestas aisladas al respecto, como que gerentes de las empresas privadas donen su tiempo asesorando a los gobiernos locales y regionales, o creando una entidad en el propio MEF que se encargue de la formación de estos funcionarios en alianza con las escuelas de Gestión Pública de las universidades, hasta abrir y empoderar una poderosa Escuela Nacional de Administración Pública. 

 

Si no elevamos la calidad del gasto público, difícilmente el ciudadano podrá sentir la presencia del Estado. Por el contrario, ante un Estado carente de servicios, ajeno o muchas veces ausente, el sentimiento de liquidar el sistema aflora con facilidad. En este caso no se trata de pelotudeces democráticas, sino de actuar democrática y eficientemente para que al final no seamos todos víctimas de unos pelotudos antidemocráticos.



08 mayo, 2021

Vacunas y Geopolítica

En la historia de la humanidad habrá que considerar unas líneas a los límites del multilateralismo en la lucha contra la pandemia. Ni las Naciones Unidas ni la Organización Mundial de la Salud lograron el consenso de los países más poderosos para atacar la pandemia de manera conjunta. ¿Para que sirvió entonces la globalización? ¿Para enfermarnos y no para curarnos?

 

Los países dueños de las patentes de la vacuna contra el Sars-coV-2, es decir, las transnacionales farmacéuticas de esos países, se resisten a compartir este conocimiento con el mundo, sin que ningún organismo internacional pueda hacer algo. Ni siquiera las organizaciones regionales funcionan. La Unión Europea no ha podido evitar el separatismo de Inglaterra, que defendió su propia política de tratamiento y vacunación; mientras Alemania, el corazón de la UE, impulsaba otra distinta a Italia y España, los países más afectados en la primera ola.

 

No es que no haya habido cooperación. Los laboratorios científicos públicos y privados compartieron información y avances, lo que permitió acelerar el plazo de obtención y fabricación de las vacunas. Los Estados invirtieron miles de millones de dólares en investigación, que fueron a parar a las propias y poderosas industrias farmacéuticas. Pero una vez obtenida la vacuna, estas se resisten a compartir sus patentes. 

 

Poco o nada pueden hacer los Estados hasta ahora para llevar el tema a la Organización Mundial del Comercio. Desde octubre del año pasado, India y Sudáfrica vienen exigiendo que se liberen las patentes para ellos mismos (y otros países) poder fabricar sus propias vacunas. Pero nada. El mecanismo Covax Facility, que impulsa la OMS, es una bolsa pequeña que no promueve la distribución equitativa de la vacuna, sino una compra y reparto simbólicos a los países más pobres. 

 

Los intereses económicos alrededor de las vacunas son más poderosos que la necesidad de proteger al mundo de la pandemia. Organismos internacionales calculan que unos 125 mil millones de dólares en vacunas están en juego de aquí al 2025. Sin contar en este monto la posibilidad cada vez más certera de que necesitemos dosis de refuerzo cada uno o dos años. 

 

Los países latinoamericanos poco o nada podemos hacer frente a la disputa de los gigantes de las vacunas. Brasil tiene capacidad para fabricarlas. Argentina también. Chile está intentando asociarse con Sinopharm para abrir un laboratorio en su país. Son esfuerzos muy valiosos, pero individuales. Ni la asociatividad de la Comunidad Andina de Naciones, el Mercosur o la Alianza del Pacífico funcionaron como mecanismo conjunto. Ni siquiera nos juntamos, no digo para fabricar, sino, ¡para comprar las vacunas! Es como si el comercio no tuviera que ver con la vida.

 

Recién el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, anunció esta semana su disposición de acceder al pedido de India y Sudáfrica. Sorprendentemente, Rusia y Francia han anunciado su respaldo a la propuesta. Aún se resisten AstraZeneca de Inglaterra y BioNTech/Pfizer de Alemania, lo mismo que China, que al parecer está más interesada en su política de colocar sus vacunas siguiendo la nueva ruta de la seda. 


Mientras la ciencia conversa y comparte conocimientos, la política interviene para lograr que la economía se humanice y actúe no solo para proteger las patentes y ganar dinero, sino para salvar vidas humanas. Sin ciencia no hay futuro, decimos por aquí. Por lo que vemos en el mundo habrá que responder: ciencia hay, lo que falta es humanidad.





02 mayo, 2021

Bono Inclusión

El debate en Chota entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori fue revelador en varios sentidos. En primer lugar, mostró el estilo sindical en la negociación que imprimió Perú Libre. Frente a un JNE incapaz de organizar el debate, surgió una municipalidad provincial que presentó un espectáculo abierto con presencia de público. Una especie de democracia asambleísta que ni siquiera aceptó la moderación y conducción de la cadena de radio más importante del país.

 

Pero lo más importante es que se trató del primer debate a nivel de candidatos presidenciales realizado fuera de Lima, en una de las provincias más pobres del país, dentro de una región que al mismo tiempo es sede de la principal empresa minera de oro del Perú. Esta dicotomía de tierra rica y campesino pobre se repite a lo largo de los yacimientos mineros en toda la sierra peruana. Y encierra una de las paradojas conocida como: “La maldición de los recursos naturales”.

 

La lógica indica que un país rico en recursos naturales debiera ser un país sin problemas económicos o presupuestales. Pero la realidad señala que más bien ocurre lo contrario. Los países ricos en recursos naturales son pobres, desiguales e inequitativos. Una explicación es que los recursos son extraídos no por los países que los poseen, sino por transnacionales que dejan sus impuestos, los cuales se diluyen en Estados corruptos, ineficientes e incapaces. Al final del día, las regiones donde existe el recurso natural (petróleo, gas, oro, plata, cobre, litio o lo que fuera) no reciben los beneficios de la extracción, generando en la población disconformidad, enojo, desconfianza y conflictividad social.

 

La propuesta de la candidata de Fuerza Popular es algo nuevo en nuestro medio: se pasó de "agua sí, oro no" a destinar el 40% de la renta que genere la extracción de recursos naturales directamente a las familias de las zonas de influencia. Es una manera no ortodoxa —pero no por eso menos audaz— de depositar los beneficios del recurso explotado directamente en los bolsillos de la gente. Es lo que podría llamarse un Bono Inclusión. O la distribución de la riqueza empieza por casa.

 

Esta propuesta merece ser debatida por los expertos. Hasta ahora sabemos que las transferencias monetarias entregadas directamente a los beneficiarios no solo funcionan, sino que destierran el concepto paternalista de que los pobres no pueden decidir sobre su futuro. Los programas Juntos o Pensión 65 siguen esta lógica. Lo interesante de aplicar este shock económico en las comunidades campesinas es que se podría fomentar el ahorro para generar futuros emprendimientos, como ha ocurrido en el mismo programa Juntos en su segunda y tercera fase. 

 

Esto no quiere decir que el Estado deje de lado sus obligaciones en estas comunidades. El 60% restante de los ingresos requiere un Estado fuerte que vuelva tangible su presencia en forma de carreteras, educación, salud y servicios básicos. Las inversiones en estas comunidades salen así de la riqueza que genera el propio recurso, lo que equivaldría a que las industrias extractivas participen directamente en el desarrollo de las comunidades más pobres. 

 

Un Estado y sociedad fuertes consolidan la democracia. Y sociedades empoderadas con equilibrio y crecimiento económico consolidan la libertad  —en este caso, libertad de hacer con su dinero lo que mejor convenga—, base de la democracia. El camino inverso es el que vemos y utilizamos hoy en día: riqueza extrema para unos y pobreza y paternalismo —base del populismo— para todos.