23 octubre, 2021

La revolución productiva de la sierra (1)

Esta semana Radio Programas subió a las alturas de Puno y abrió sus micrófonos a la gente de Corani, Puno. Julia Anco Anagui, una mujer que vive en su casa de barro e ichu relató como ella sentía la vida: “Vivo en una lomada, en un lugar seco, donde no hay agua, no hay para consumir, no hay para nuestros animales, no hay para regar las chacras, no hay nada acá, todo está seco. No hay agua, no hay lluvia, no hay nada. Sembramos productos, no valen para nada, sembramos, pero no cosechamos bien. A veces no cosechamos cuando hay helada. No hay vida en este pueblo, en un lugar seco estamos”.

 

Julia Anco contó que la falta de agua mataba a sus animales y hacía abortar a sus ovejas. En medio de su soledad e impotencia, le dijo al corresponsal de RPP que los niños de Corani no estaban asistiendo al colegio y que, como sus abuelos en el pasado, ahora los nietos no sabían leer. Esta realidad no es muy diferente a la que viven a diario las poblaciones altoandinas del país. Es difícil para el Estado proveer servicios pasando los 2500 metros de altura. 

 

¿Qué se puede hacer para solucionar esta situación de abandono de nuestra población campesina que, contra todas las dificultades, puebla el Ande hasta niveles que sobrepasan los 5000 m.s.n.m., organizando su vida en base al pastoreo y la agricultura de subsistencia, minada por la migración constante de los más jóvenes? ¿Hay posibilidades de desarrollo productivo en estas zonas agrestes y desoladas?

 

La experiencia que se viene logrando en diferentes espacios territoriales del país indica que sí, a condición de generar un cambio profundo en la tecnología productiva del campo, que, más que una reforma agraria —vinculada a un cambio de propiedad de la tierra—, es una revolución productiva de la tierra como consecuencia de una mejora en la gestión del agua, sustituyendo el riego por inundación —usado desde hace 10 mil años cuando se descubrió la agricultura— para introducir el riego tecnificado.

 

En las alturas de Tupicocha, en la cuenca alta de Lurín, existe evidencia de la transformación que ha logrado la gestión del agua en un escenario de permanente escasez del recurso hídrico, combinando técnicas ancestrales como las amunas, almacenamiento de agua en represas o qochas y riego tecnificado por goteo. A través de una siembra escalonada se logra administrar la cosecha todo el año, aumentar los cortes de alfalfa y con ello favorecer la crianza y alimentación de animales menores. El eslabón final de este proceso de innovación productiva es, sin duda, el riego tecnificado por goteo. En la sierra peruana el problema no es la tierra, sino el agua.

 

El economista Carlos Paredes, impulsor de Sierra Productiva, ha logrado junto a la Federación Campesina del Cusco y el Instituto Alternativa Agraria un laboratorio vivo en las comunidades campesinas de la microcuenca de Jabón Mayo, a 4000 m.s.n.m., en la provincia de Canas, Cusco. Bajo el enfoque de “Gestión integral de microcuencas” se introdujo el sistema de riego por aspersión dentro de un manejo racional del agua con la finalidad de dejar de depender exclusivamente de la agricultura de secano basada en la lluvia. 

 

Una lección importante de las experiencias de Tupicocha y Cusco es que, para introducir una nueva técnica en gestión del agua, manejo de suelos, abono, siembra, cosecha o poscosecha, y lograr que se replique, el campesino requiere que quien le enseñe sea otro campesino. No un ingeniero o un técnico, sino una persona como él, que ha adquirido un conocimiento especializado y que enseña con el ejemplo. A estas personas, hombres y mujeres del campo, se les conoce como yachachiqs: el que enseña aprendiendo. 

 

El Estado debería hacer un esfuerzo por incentivar la formación de los yachachiqs y crear con ellos las Escuelas Campesinas para difundir, mediante pasantías locales e intercomunales, las técnicas más avanzadas logradas en gestión del agua, manejo de la tierra, crianza de animales y producción de bienes artesanales o semiindustriales. Según Paredes, su organización ha logrado capacitar a 1700 yachachiqs en diez departamentos del país.

 

El Sistema Nacional de Evaluación, Acreditación y Certificación de la Calidad Educativa (Sineace) y el Fondo de Cooperación para el Desarrollo Social (Foncodes) del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis), son hoy en día las autoridades competentes para certificar a los yachachiqs, dándoles así la oportunidad de integrarse a la PEA a hombres y mujeres del campo que no lograron terminar sus estudios básico o superior, pero que a lo largo de su vida han adquirido conocimientos, nuevos aprendizajes y competencias. 

 

Estos líderes comunales dominan técnicas de cosecha y siembra de agua, mejoramiento de pastos y crianza de animales, así como implementación de energías renovables, cocinas mejoradas, producción de lácteos, lana, piscigranjas, fitotoldos y decenas de innovaciones tecnológicas de bajo costo y alto rendimiento. Lo que falta es que la academia —universidades e institutos técnicos— se integre a este proceso de conocimiento y desarrolle mejoras en las herramientas que usa el campesino, como la chaquitaclla, por ejemplo, que no ha sido modificada desde su invención. 

 

Los saberes ancestrales del campesino, unidos a los conocimientos científicos actuales, enseñados por los propios líderes del campo a través de las Escuelas Campesinas organizadas por el Estado, desde las regiones, sería una auténtica reforma agraria con un impacto productivo que mejoraría su calidad de vida en su propio entorno altoandino.

09 octubre, 2021

Las Bambas: Las comunidades quieren hacer empresa


A mediados de agosto de este año, apenas instalado el nuevo Gobierno, un grupo de comunidades de Chumbivilcas, Cusco, paralizó las actividades del corredor minero del sur, Las Bambas, generando la intermediación del entonces presidente del Consejo de Ministros, Guido Bellido, un paisano de la zona.

 

Los medios informaron que el motivo de la medida de fuerza era un viejo reclamo que cambió el uso de una vía regional a nacional, lo que permitió el tránsito de pesados camiones con el mineral, levantando polvo y afectando los cultivos y la vida de la población.

 

Sin ser del todo inexacta esta información, es, al menos, incompleta. El motivo principal del reclamo de los chumbivilcanos era que la empresa Minera MMG Las Bambas les permitiera a 10 comunidades cusqueñas ser proveedoras de bienes y servicios.

 

Más que una protesta antiminera o ecológica, se trató de una protesta para ser parte de las operaciones comerciales y compartir las ganancias. En este caso, las comunidades proponen comprar camiones de alto tonelaje y formar empresas para brindar el servicio de transporte del mineral. Chumbivilcas no protesta tanto por el polvo que dejan los camiones al pasar por su territorio, sino por el derecho a ser ellos quienes lo hagan.

 

No es la primera vez que las comunidades altoandinas protestan y paralizan las operaciones. Según la Defensoría del Pueblo, en esta región se reportan 22 de los 196 casos de conflictividad social que existen en todo el país. 9 de estos conflictos se ubican en la provincia de Chumbivilcas. Lo novedoso en este último caso es el espíritu empresarial que revelan esas acciones. Es un aspecto que las mesas de negociación y, por supuesto, las empresas extractivas deben tener en cuenta al momento de analizar y decidir operaciones. 

 

El concepto es sencillo, aunque su puesta en práctica es más compleja. La zona de influencia directa de Las Bambas abarca las provincias de Cotabambas y Grau, en Apurímac, donde se encuentra el yacimiento. Esta zona recibe alrededor de 1.5 millones de soles diarios producto de regalías.  

 

El material es extraído es transportado a la costa para su exportación. La ruta que utiliza para salir pasa por la provincia de Chumbivilcas, en Cusco, que es la que ahora protestó y logró cerrar una acuerdo con el Gobierno para convertirse en socia comercial de la empresa. En este punto, el Comité de Gestión Minero Energético instalado en Apurímac, ha sido sobrepasado por los emprendedores chumbivilcanos.

 

Por esta razón, el gobernador de Apurímac ha expresado su molestia contra este acuerdo. No es posible, dice, que se atienda primero a quienes solo tienen el derecho de tránsito, sin que antes se resuelva el pedido de quienes producen el mineral. ¿Por qué tendrían que ser los cusqueños los que ofrezcan el servicio de transporte del mineral y no los apurimeños?


Cuando hablamos de cambios que se deben lograr en las comunidades antes que pensar en una nueva Constitución debe atenderse primero problemas como este. ¿Cómo logramos que el crecimiento y las oportunidades que brinda la minería involucre también a las comunidades altoandinas? El canon, el sobrecanon y las regalías son una forma de hacerlo desde el Estado. Pero está claro que eso no basta. Su efecto se diluye ante la ineficacia y la corrupción de la administración pública.

 

La minería representa el 60% de las exportaciones del país y aporta el 20% de los ingresos tributarios. Sus beneficios llegan a través de impuestos que son redistribuidos a los tres niveles de gobierno. La provisión de servicios básicos —educación, salud, infraestructura— es la manera que tiene el Estado para hacerse presente en las comunidades. Pero así como se busca crecer sostenidamente, también se debe redistribuir socialmente. Y esta tarea está un poco más allá de lo que la acción del Estado pueda hacer en las comunidades. 

 

La protesta de Chumbivilcas, nos dice que son las propias comunidades las que quieren involucrarse, asociarse, en los negocios. Para que un proyecto minero sea viable la comunidad debe percibir los beneficios de manera inmediata. Ellas no quieren ser más espectadoras del mineral que pasa a diario por sus tierras. Ahora quieren ser socias y dar servicios a la empresa. No debería restringirse ese espíritu emprendedor, al contrario, debería incentivarse. Después de todo, las comunidades solo quieren sentarse en la mesa, de igual a igual. 

 

 

 

02 octubre, 2021

Vida de pelícano


Hubo un tiempo en que nada parecía imposible. Me elevaba con facilidad y me internaba por horas para llegar al punto azul donde reinaba el alimento. Desde el aire observaba un banco de peces como una alfombra mullida multicolor. Entonces me zambullía en línea recta y encestaba a mi regalada gana. Dos o tres incursiones bastaban para saciar mi gula, secreto pecado que con los años ha desaparecido por completo. Ya nada es igual. Ni siquiera me atrevo a volar ahora. Me tiemblan los nervios centrales de las alas. Mis huesos, antes porosos y ligeros, hoy se han adoquinado. No tengo fuerzas siquiera para despegar; y cuando lo hago, con mucho esfuerzo, es solo para cantear el mar sin alejarme de la espuma. Soy un pelícano viejo y, aunque no parezca, tengo recuerdos. El primero de ellos se remonta a una isla no muy lejana de aquí. Allí me criaron mis padres, quienes, además de alimentarme con un potente y nutritivo jugo de pescado regurgitado, me enseñaron a alejarme de los lobos que, si bien no somos su primer eslabón alimenticio, a veces cazan por jugar. Cuando mis plumas dejaron de ser amarillas y suaves; y se convirtieron en unas blancas y marrones fibras impermeables y acorazadas, supe que debía abandonar el peñasco de la isla para probarme que podía seguir los vientos alisios y encontrar mi propia roca. Mi memoria de pelícano y mi sentido de orientación me permitieron durante años vivir a discreción, saltando de roca en roca y avanzar en dirección de las corrientes marinas preñadas de los más deliciosos cardúmenes del Pacífico. Hasta que un día no pude regresar a ninguna tierra firme. Me sentí cansado, abatido. Me mareé de tanto intentar volver a volar. Sentí nervios ante la inmensidad, pero mucho más me devastó la soledad. Tienes que descansar, pensé. Lo vas a lograr. Solo es cuestión de recuperar fuerzas. Fue la primera noche que pasé flotando, sin pegar los párpados. La noche te traga. Con los primeros rayos del sol me sacudí y me elevé. Con el cuello tieso, firme, los ojos inflamados y mi bolsa flácida, recuperé el sentido de la orientación y desplegué un vuelo rasante en diagonal al sol. Durante las semanas que vinieron pensé mucho en cómo serían mis días a partir de ese momento. Tendría que olvidarme de viajar en dirección al azul del mar. Pensé en esos objetos flotantes que en las noches salían del muelle tiraban sus redes a una distancia prudente, recolectaban su pesca, la subían a las bodegas y regresaban a tierra antes del amanecer. Aprendí a vivir en ese movimiento y a esquivar sus palos cuando me acercaba demasiado a disputar el alimento. Los peces se estresaban y en su desesperación algunos escapaban de la red, saltaban atontados nuevamente al agua y allí los esperaba yo. Algunas veces, los propios pescadores me arrojaban algún pez. Les gustaba que abriera mi gran pico y los atrapara en el aire. Si aleteaba y graznaba, la recompensa podía ser doble. Es algo indigno, lo sé, pero había que vivir. Hasta que llegó el día en que tampoco podía ir tras las bolicheras. Apenas si podía seguirles el paso y, cuando me cansaba, me tiraba a las bandas o me prensaba a los remos. Me salvé muchas veces de los palos a la cabeza. Algunos pescadores habían adquirido la costumbre de cazar pelícanos y comerlos al cilindro. Fue entonces que tomé la decisión. Había que aceptar la realidad. Los años habían hecho su trabajo y no me quedaba más alternativa que irme al repositorio de pelícanos viejos. Una estancia donde algunos pasamos los últimos días al amparo de la caridad de la gente.  La caleta de pescadores. Ahora vivo en la cornisa del muelle, junto a una cápsula de anquilosadas aves. Vivimos de los peces blandos y malolientes que nos arrojan al terminar su jornada. A veces nos tiran las sobras, las tripas, las cabezas y colas que no se lleva la gente. He pensado muchas veces si esto es vida. He pensado muchas veces juntar todas mis fuerzas e irme en dirección del sol. He visto a muchos de mis amigos hacer eso y no regresar más. Entiendo sus miradas, vacías, marchitas, cuando alzan el último vuelo. Se van en silencio, sin molestar a nadie. Estuve decidido a seguir ese destino, hasta hoy que llegaste tú. Me miraste a los ojos y pude ver tu alma. Un día fuiste un pelícano y ahora eres humano. Si terminas tu ciclo antes de que acabe no regresas nunca, me dijiste sin hablarme. Lloraste sin derramar una lágrima. Y me arrojaste un pescado que dudé un segundo en atraparlo, pero, al final, me lancé al vacío para cogerlo. Me sentí otra vez joven, por esa fracción de tiempo. Mis ojos se llenaron de vida. Mis alas se desplegaron con libertad. Hice un giro que hasta me pareció elegante y suavemente aterricé en la orilla. Una ola me meció con tibieza. Aquí estaré amigo, vuelve pronto. Si te vieras con mis ojos sabrías que, con todas sus dificultades, vale la pena vivir hasta el último aliento, seas ave o humano.