13 enero, 2019

Recuerdos de la campiña española



Azorín decía que el alma castellana se explicaba por la meseta llana y la tierra elevada en la que habitaban sus pueblos, de sol canicular, tierra seca, tempestades inesperadas, vientos cortantes y chubascos repentinos que han marcado el carácter de su población.

Al hablar de La Mancha, el escritor se preguntaba si acaso existía otro pueblo “más castizo, más manchego, más típico”, donde las campiñas son rasas, las horas pasan lentas y las calles lucen vacías, estremecidas por el viento que brama impetuoso.

Algo parecido se puede decir de Artajona, Olite y Javier, tres pueblitos aledaños a Pamplona, capital de Navarra, donde el tiempo parece haberse detenido. La vida del campo, las calles vacías y el tañido a lo lejos de las campanadas de la iglesia le otorgan a estos lugares ese aire bocólico, denso y amarillo tan característico de la vida rural.

Caminar hoy por las calles empinadas de estos pueblos rurales de España es como convivir con la soledad, recuperar la fascinación por el silencio y ser de vez en cuando perturbado por el suave balido y el campaneo de un rebaño de ovejas que cruza sin preocupaciones las bien cuidadas carreteras que tiene la campiña española.

En estos tres pueblos que logramos recorrer existen castillos-fortaleza, construidos sobre promontorios de piedra que representan el dominio de las diversas castas feudales que dominaron estas tierras; una región poblada por los vascones que soportó las invasiones de diversas culturas: los romanos, los visigodos, los musulmanes y los francos, y cuyos descendientes, al final, lograron vivir de manera armónica, especialmente en Toledo, ese laberinto portentoso, pueblo de armeros y comerciantes, también conocida como la ciudad de las tres culturas.

Desde lo alto de los castillos, donde el viento golpea sin piedad, puede verse los pueblos con sus calles sinuosas, de casas de piedra y argamasa, techos a dos aguas y ventanas de madera, agrupadas en medio de campiñas, viñedos y pastizales.

El cielo es de un azul intenso como un tapiz en el que se dibujan las nubes blancas, grises o negras, que los lugareños reconocen y saben —horas más, horas menos —, si habrá lluvia o no.

No es difícil imaginar la vida campesina en estos apacibles lugares. Una naturaleza imprevisible, por momentos extrema, intensa. Y un grupo de hombres y mujeres del campo acostumbrados a mirar la vida con tranquilidad, a trabajar la tierra de manera sosegada, y a disfrutar de un buen vino de temporada, una hogaza de pan recién salido del horno y un pedazo de queso manchego; mientras una guitarra rompe en el silencio y el viento hace danzar el polvo de las calles empedradas que señalan un destino conocido, desde siempre.


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