12 junio, 2021

Lápiz con punta


La imagen tradicional de un político peruano en tiempos de campaña era llegar a las provincias a lomo de bestia. Eran tiempos en que el país no tenía carreteras asfaltadas y las provincias vivían aisladas. El político llegaba, levantaba un estrado en la plaza y propalaba un discurso. 

 

Con el tiempo, y con la llegada de la radio y la televisión, los mítines fueron cada vez más preparados para los medios que para la gente. Empezaron a llegar los grupos de música y artistas. El mitin político se convirtió en un show artístico y el político en un showman que bailaba y cantaba para deleite de la masa.

 

La explosión de las redes y el sometimiento de la política al marketing hicieron que empezáramos a vislumbrar una política 2.0, profesional, científica, con herramientas estadísticas y psicológicas para medir la voluntad popular y sintonizar con sus emociones.

 

Los publicistas de antaño dieron paso a los estrategas del marketing político. Seres casi extraterrestres que van de país en país organizando y dirigiendo campañas, sin importar aspectos centrales de las organizaciones políticas como identidad, ideología o valores.

 

Su consigna no es lograr un buen presidente, ni buscar el consenso ni la concertación —esas cosas aburridas son para los políticos y, además, esos temas no generan votos—. Lo que los marketeros perfilan es un candidato que gane elecciones, sin importar mucho el aspecto ético o las ideas que tenga para gobernar el país.

 

Entonces, elaboran encuestas y focus group; y proponen diseños, logos, eslóganes, ideas-fuerza, spots, carteles, volantes, mosquitos y redes sociales. Una superproducción de redes, videos, memes y tik-toks. 

 

Hasta que llega un candidato distinto, pero genuino, que se pasea por el Perú como lo haría en su chacra, con sombrero; que habla mal, pero que comunica mejor con una masa semianalfabeta mayoritaria, y que ofrece voltear la tortilla a quienes siempre han estado en el fuego perpetuo.

 

A diferencia de los candidatos tradicionales, que van a las capitales de departamento, este candidato se interna primero en las provincias, las más alejadas, donde no hay internet ni servicios públicos. Y donde el Estado es un perfecto desconocido. 

 

Les habla de las cosas de la vida diaria, como si diera una clase de primaria, su especialidad. No les habla de macroeconomía ni crecimiento per cápita, ni PBI, ni inflación, ni disciplina fiscal. Les dice que protegerá sus cultivos y sus mercados, que prohibirá aquellos productos que compitan con los nacionales y que estatizará la economía, aunque el Estado no pueda con los servicios básicos.

 

Más que articular un discurso racional, estructurado; exacerba emociones, mueve sentimientos, desata furias y penas. 

 

Con un discurso simple, básico —limitado, populista, anacrónico—, este candidato que logró notoriedad encabezando una huelga de maestros, que no se quita el sombrero ni cuando entra a un recinto cerrado, sin marketeros políticos, sin equipo de gobierno y casi sin asesores, está a punto de ser encaramado presidente de la República.

 

Tiene sí un aspecto simbólico muy fuerte. Representa una masa indígena discriminada y ajena al Estado en estos casi 200 años de República, y tiene experiencia sindicalista. Maneja asambleas y sabe presionar. Desde las provincias más recónditas, donde no llega el internet y donde la educación a distancia en plena pandemia fracasó, este profesor mestizo levantó un lápiz. 

 

Un simple y humilde lápiz, que representa para las poblaciones de las zonas rurales del país la aspiración a educarse. En plena era tecnológica, de tablets y móviles, ese lápiz está a punto de escribir su propia historia.

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