06 julio, 2013

Al maestro con cariño




Mi primera profesora tenía los ojos pardos con pintitas verdes, la piel muy arrugada y pecosa y una voz y carácter fuerte y decidido que denotaba su origen alemán. Me enseñó las primeras letras pronunciando correctamente el abecedario. Cuando no dferenciábamos entre la V dentilabial y la B bilabial sacaba su regla de madera con filo de metal para recordárnoslo. Aprendí a leer al toque.

Mi segunda profesora tenía los ojos azules y un cuello largo como un cisne. Me enseñó a sumar y restar, pero principalmente me enseñó lo que uno puede sentir por una mujer. Era suave, ordenada, limpia y amable. Usaba una agua de baño que aún hoy me lleva a esa etapa feliz de mi vida en la que adoraba verla darse vuelta,  escribir en la pizarra y admirarla por todos lados.

Mi tercer profesor padecía de migrañas permanentes que lo hacía cerrar los ojos, recostado al fondo del aula, mientras nos escuchaba leer en voz alta, parados en  frente. Masticaba Antalginas todo el tiempo, sin botar las envolturas al piso. Pero jamás se quejó de nosotros. A él le debo mi primera intervención en medios. En cuarto de primaria gané un concurso redactando una carta para convocar a la comunidad de San Miguel a colaborar con terminar la construcción de nuestra escuela. La titulé un ladrillo para mi colegio. Gané en redacción, pero cuando hicieron la prueba de lectura, mi voz no le gustó al jurado. Entonces, le dieron mi carta a un alumno de quinto de primaria. Mi profesor que aún tenía restos de Antalgina entre los dientes, me defendió señalando que era injusto que el ganador de la carta no pudiera leer su trabajo a la comunidad solo porque tenía “voz de niño”. Terminé en la cabina de grabación de Radio Tigre, para felicidad de mi madre que me escuchó por primera vez en una radio, mientras planchaba.

Mi cuarta profesora enseñaba literatura. Aprendí algunos nombres, fechas y estilos literarios, pero lo más importante es que nos enseñó a amar la lectura. Fue la época en que dejé la televisión por los cuentos y novelas. Ya había tenido encuentros con Selecciones Readers Digest, Julio Verne, Esopo y Samaniego, pero descubrir a Becquer, Neruda y Dario en plena adolescencia, cuando los primeros escarseos del amor, fue una revolución en la cabeza y el corazón.

Mi quinta profesora me enseñó historia, mientras se mantenía despierta, porque el sueño la vencía, creo yo, porque estudiábamos en horas de la tarde, después del almuerzo, y a su edad, la digestión necesitaba de un reposo. Cuando estaba lúcida enseñaba con pasión. Narraba los sucesos históricos como si fueran pedazos de pelíciulas de acción. Yo la escuchaba atentamente y sabía que cuando decía “lean de tal a tal página” era porque le ganaba el sueño. Pestañeaba, cabeceaba y a veces hasta roncaba. Todos aprovechaban para chonguear, pero, la verdad, yo leía. Me enseñó a amar la historia.

Mi sexta profesora me enseñó matemáticas de una manera tan sencilla que hasta ahora recuerdo el Teorema de Pitágoras y puedo resolver sin esfuerzo problemas de algebra con tres y cuatro variables, potencias, raíces, y operaciones con números reales. Pero me enseñó que a pesar de que uno puede amar su profesión, el cariño a la tierra y a la vida es más. Después de dedicarse por muchos años a la enseñanza de la matemática, estudió una segunda carrera y volcó todo el amor que no pudo darle a sus propios hijos - no pudo tenerlos-, a los niños especiales de Cusco. Yo le ayudaba a hacer los materiales y cuadernos de trabajo para sus primeras prácticas. Un día, dejó su puesto en nuestro colegio y se fue a vivir a Cusco. Allí la encontré años después y lloró cuando le conté que había ingresado a la universidad y que estaba trabajando como periodista.

Mi séptimo profesor me cambió la vida. Yo pensaba que podía ser escritor, médico, ingeniero, militar, arqueólogo o astronauta. Es decir todo y nada a la vez. Era la etapa de la adolescencia, de los barritos en la cara, las fiestas con luces y la tortura de decidir cómo va uno a enfrentar la vida. Un día, entró al salón. Tenía unos mostachos enormes y unas gafas que le cubrían la mitad de la cara. Nos miró de hito en hito y nos dijo que era dirigente sindical que pertenecía al Sindicato Unico de Trabajadores de la Educación Peruana (SUTEP), y que probablemente iba a faltar a veces a clases porque tenía licencia y porque su deber era defender a sus colegas y lograr mejoras y reivindicaciones largamente postergadas. Nos dijo que no nos preocupáramos por comprar textos escolares porque él usaría todo el año un librito que todos podíamos adquirir “sin afectar la economía familiar”. Dijo que era un librito sobre un nuevo contrato social que habíamos alcanzado los peruanos después de vivir más de doce años de dictadura militar.  Era la Constitución Política del Perú. Un folleto que podíamos adquirir en cualquier kiosko del Parque Universitario, donde encontraríamos la definición de los derechos fundamentales de la persona, la manera en que estaba organizada el Estado y las responsabilidades del gobierno y sus diferentes poderes. Me cambió el chip. El profesor hablaba de deberes y derechos, de ciudadanía y democracia, de elecciones libres y partidos políticos. Hablaba de la manera en que los hombres libres deciden su organización social. Faltó muchas veces, por licencia unas, y porque se escondía de agentes de Seguridad del Estado que lo perseguían, otras. Pero entendí con claridad lo que significaba el curso de Educación Cívica. Y le agradezco por eso. Me preparó para cuando salí del cole y me convertí en adulto, un ciudadano de mi país.

Feliz Día a todos los maestros del Perú.

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