02 octubre, 2021

Vida de pelícano


Hubo un tiempo en que nada parecía imposible. Me elevaba con facilidad y me internaba por horas para llegar al punto azul donde reinaba el alimento. Desde el aire observaba un banco de peces como una alfombra mullida multicolor. Entonces me zambullía en línea recta y encestaba a mi regalada gana. Dos o tres incursiones bastaban para saciar mi gula, secreto pecado que con los años ha desaparecido por completo. Ya nada es igual. Ni siquiera me atrevo a volar ahora. Me tiemblan los nervios centrales de las alas. Mis huesos, antes porosos y ligeros, hoy se han adoquinado. No tengo fuerzas siquiera para despegar; y cuando lo hago, con mucho esfuerzo, es solo para cantear el mar sin alejarme de la espuma. Soy un pelícano viejo y, aunque no parezca, tengo recuerdos. El primero de ellos se remonta a una isla no muy lejana de aquí. Allí me criaron mis padres, quienes, además de alimentarme con un potente y nutritivo jugo de pescado regurgitado, me enseñaron a alejarme de los lobos que, si bien no somos su primer eslabón alimenticio, a veces cazan por jugar. Cuando mis plumas dejaron de ser amarillas y suaves; y se convirtieron en unas blancas y marrones fibras impermeables y acorazadas, supe que debía abandonar el peñasco de la isla para probarme que podía seguir los vientos alisios y encontrar mi propia roca. Mi memoria de pelícano y mi sentido de orientación me permitieron durante años vivir a discreción, saltando de roca en roca y avanzar en dirección de las corrientes marinas preñadas de los más deliciosos cardúmenes del Pacífico. Hasta que un día no pude regresar a ninguna tierra firme. Me sentí cansado, abatido. Me mareé de tanto intentar volver a volar. Sentí nervios ante la inmensidad, pero mucho más me devastó la soledad. Tienes que descansar, pensé. Lo vas a lograr. Solo es cuestión de recuperar fuerzas. Fue la primera noche que pasé flotando, sin pegar los párpados. La noche te traga. Con los primeros rayos del sol me sacudí y me elevé. Con el cuello tieso, firme, los ojos inflamados y mi bolsa flácida, recuperé el sentido de la orientación y desplegué un vuelo rasante en diagonal al sol. Durante las semanas que vinieron pensé mucho en cómo serían mis días a partir de ese momento. Tendría que olvidarme de viajar en dirección al azul del mar. Pensé en esos objetos flotantes que en las noches salían del muelle tiraban sus redes a una distancia prudente, recolectaban su pesca, la subían a las bodegas y regresaban a tierra antes del amanecer. Aprendí a vivir en ese movimiento y a esquivar sus palos cuando me acercaba demasiado a disputar el alimento. Los peces se estresaban y en su desesperación algunos escapaban de la red, saltaban atontados nuevamente al agua y allí los esperaba yo. Algunas veces, los propios pescadores me arrojaban algún pez. Les gustaba que abriera mi gran pico y los atrapara en el aire. Si aleteaba y graznaba, la recompensa podía ser doble. Es algo indigno, lo sé, pero había que vivir. Hasta que llegó el día en que tampoco podía ir tras las bolicheras. Apenas si podía seguirles el paso y, cuando me cansaba, me tiraba a las bandas o me prensaba a los remos. Me salvé muchas veces de los palos a la cabeza. Algunos pescadores habían adquirido la costumbre de cazar pelícanos y comerlos al cilindro. Fue entonces que tomé la decisión. Había que aceptar la realidad. Los años habían hecho su trabajo y no me quedaba más alternativa que irme al repositorio de pelícanos viejos. Una estancia donde algunos pasamos los últimos días al amparo de la caridad de la gente.  La caleta de pescadores. Ahora vivo en la cornisa del muelle, junto a una cápsula de anquilosadas aves. Vivimos de los peces blandos y malolientes que nos arrojan al terminar su jornada. A veces nos tiran las sobras, las tripas, las cabezas y colas que no se lleva la gente. He pensado muchas veces si esto es vida. He pensado muchas veces juntar todas mis fuerzas e irme en dirección del sol. He visto a muchos de mis amigos hacer eso y no regresar más. Entiendo sus miradas, vacías, marchitas, cuando alzan el último vuelo. Se van en silencio, sin molestar a nadie. Estuve decidido a seguir ese destino, hasta hoy que llegaste tú. Me miraste a los ojos y pude ver tu alma. Un día fuiste un pelícano y ahora eres humano. Si terminas tu ciclo antes de que acabe no regresas nunca, me dijiste sin hablarme. Lloraste sin derramar una lágrima. Y me arrojaste un pescado que dudé un segundo en atraparlo, pero, al final, me lancé al vacío para cogerlo. Me sentí otra vez joven, por esa fracción de tiempo. Mis ojos se llenaron de vida. Mis alas se desplegaron con libertad. Hice un giro que hasta me pareció elegante y suavemente aterricé en la orilla. Una ola me meció con tibieza. Aquí estaré amigo, vuelve pronto. Si te vieras con mis ojos sabrías que, con todas sus dificultades, vale la pena vivir hasta el último aliento, seas ave o humano.

1 comentario:

Unknown dijo...

Linda historia muy bien inspirada en los años que nos alejan de la vivencia tan añorada,se refleja en los pelicanos que viven alrededor de las caletas esperando que alguien les presté un poquito de atención para sentir su aún existir.