18 octubre, 2020

La Ley de Hierro

 

En la primera década del siglo XX el joven sociólogo alemán Robert Michels introdujo una tesis que se mantiene: las organizaciones democráticas invariablemente engendran un grupo de poder que domina al resto. Una cúpula que divide la organización entre mandantes y mandados, representantes y representados, delegados y delegantes.

 

Este comportamiento —observó Michels— se encuentra en todo tipo de representación, por tanto, es consustancial a la democracia. 

 

Al grupo de poder dominante le llamó oligarquía, entendida más como camarilla o círculo de interés, que como clase social. 

 

Así, el problema de la democracia no estaba tanto en la ideología, la economía, la cultura de los pueblos o el poder capitalista que influye sobre los medios de comunicación, sino en una paradoja insalvable: el tipo de organización burocrática que transformaba a las organizaciones de poder en maquinarias de dominación.

 

Lo que Michels identificó, entonces, fue el dominio que al interior de una organización ejerce quienes llegan a la cúspide. Sean del color o línea que sean. 

 

Ese dominio ocurre en todo tipo de organizaciones que tienen como método de funcionamiento el sistema democrático representativo: sindicatos, iglesia, clubes o partidos políticos.

 

Cuando los representados delegan su poder en quienes los representan, estos tienden a acumular en el tiempo un poder casi absoluto en nombre de los propios representados, convirtiendo a la organización en una máquina de dominación.

 

Los partidos necesitan de dirigentes para operar. Y los dirigentes necesitan masas organizadas a quienes dirigir. Entonces, si las masas no aceitan los mecanismos de alternancia democrática en la dirección, la renovación de cuadros y la apertura a nuevos militantes, las reglas empiezan a cambiar para favorecer a la cúpula en el poder.

 

A ese comportamiento de camarilla le llamó Michels “la ley de hierro de la oligarquía”. Una forma de accionar de los grupos en el poder que buscan perpetuarse en él al acumular conocimiento e información, control sobre los mensajes y, sobre todo, pericia, maña, manejo político. 

 

Los dirigentes enquistados se vuelven duchos en el teje y maneje del partido, en el arte de armar asambleas y dirigir sus acuerdos, en manejar plenarias y en generar incentivos y desincentivos para estimular o frenar espacios de poder, endureciéndose cada vez más en los cargos de poder.

 

Estos grupos en el poder luchan contra otros grupos y todo asegura que las pugnas entre los que quieren quedarse y quienes aspiran a sucederlos se repetirá ad infinitum

 

Por más democrática que sea la organización es imposible que tarde o temprano no se forme una “camarilla oligárquica” que maneje el partido a su antojo.

 

El Perú no escapa a esta regla. El Jurado Nacional de Elecciones informó no hace mucho que más de la mitad del total de organizaciones políticas reconocidas por la ley tienen dirigentes partidarios con mandato vencido, es decir, son manejadas por pequeñas camarillas oligárquicas. 

 

Esta cooptación legítima del poder se sustenta debido a una militancia mayoritariamente pasiva y silenciosa que se inscribe en un partido político, pero que no participa mayormente de él. No hace vida partidaria. 

 

Solo hay una forma de romper la ley de hierro en los partidos: como se hace físicamente con el metal, calentándolo. Esto es, despertar a la masa silenciosa y construir un nuevo liderazgo. 

 

El tipo de liderazgo puede variar. Puede ser generacional, carismático, descentralizado, ideológico, doctrinario o programático. Pero tiene que ser nuevo. 

 

Ese nuevo liderazgo debe afirmarse en un llamado a la unidad; un llamado auténtico.

 

La unidad no es un discurso, es una acción. No es una palabra, es un propósito, una vocación, una actitud, un compromiso. Pero, sobre todo, un acto, un gesto de desprendimiento, humildad y grandeza. Y se debe trabajar plena y conscientemente en tratar de alcanzarla.

 

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