20 diciembre, 2022

La democracia bajo asedio


Al final, estallaron las movilizaciones. No las que reclamaban la renuncia de Pedro Castillo por las denuncias de corrupción, sino las del interior del país que exigían su liberación, la renuncia de la presidenta Dina Boluarte, el adelanto de elecciones generales y nueva asamblea constituyente.

 

El alto grado de violencia y destrucción de estos estallidos, los ataques a objetivos estratégicos precisos en diversos puntos del país y los mensajes instigadores de políticos extremistas denotan un bien montado plan para socavar el orden público, mezclado con espontáneas y legítimas manifestaciones de protesta. 

 

Las turbas atacaron aeropuertos e incendiaron locales del Ministerio Público, Poder Judicial, comisarías; e irrumpieron en empresas privadas como Danper y Laive, en Arequipa; asaltaron la planta de gas en Kepashiato, la central hidroeléctrica del Mantaro; apedrearon tiendas, comercios; quemaron garitas de peaje, buses y autos particulares; interrumpieron la red vial nacional; generaron disturbios y saqueos.  

 

No es la manera como se reclama en una democracia. Es más bien una forma de asonada contragolpista de grupos que no creen en el sistema democrático en contubernio con guetos financiados por una economía ilegal que viven de la informalidad, la ilegalidad, la corrupción, el narcotráfico, el crimen organizado y el sicariato. 

 

Estos grupos radicales son los que ponen hoy la democracia bajo asedio, a quienes el Estado debe identificar y diferenciar de quienes legítimamente salen a protestar exigiendo nuevas elecciones generales. No es lo mismo pedir el cierre del Congreso que disparar un arma hechiza contra un policía o soldado.

 

Hasta el momento se cuentan veinticinco víctimas civiles por enfrentamientos con las Fuerzas del Orden. Es lamentable y doloroso conocer este saldo luctuoso. El uso de la fuerza debe ser proporcional. Y cualquier exceso debe ser investigado y castigado. 

 

El Estado es el propietario del uso legítimo de la fuerza. Nosotros, los civiles, le entregamos esa responsabilidad cuando decidimos vivir en sociedad y dejamos de usar la violencia para resolver nuestras diferencias entre individuos. 

 

Cuando grupos violentos rebasan el poder de la policía nacional, cuando se bloquean carreteras, aeropuertos y se atenta contra la propiedad pública y privada paralizando las actividades económicas, conculcando derechos civiles y sociales, el Estado debe recurrir al uso extremo y legal de su fuerza. Y esta, en estado de emergencia, como sabemos, la ejercen las Fuerzas Armadas.

 

Por supuesto que se condenan los excesos. Ningún soldado en democracia debe apuntar sus armas contra sus ciudadanos. Pero tampoco los ciudadanos pueden irrumpir de manera violenta contra el orden y tranquilidad pública, e imponer su poder a costa del terror. 

 

No se puede tomar un aeropuerto, dañar sus instalaciones y pretender que la democracia no actúe en defensa inmediata de la gran mayoría de ciudadanos afectados por esa conducta criminal. Para eso existe la fuerza pública. Si la democracia es puesta bajo asedio, debe defenderse. 

 

 

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