Una salida negociada a la crisis entre el gobierno y
las fuerzas de oposición tiene varias formas de encararse. Depende de estilos, del terreno en que se escoja plantear la negociación, pero, principalmente, del
nivel de desgaste que perciba el gobierno de si mismo.
Una primera –la de siempre, la de toda la vida–, es la menos elegante, pero, no por
eso, menos efectiva: negociar a puertas cerradas cuotas de poder.
No necesariamente tiene que ser espacios en
el gabinete. Se puede hacer, como el planteado gobierno nacional o de ancha base, pero esto
solo será posible si el gobierno llega a la conclusión que la viabilidad del
régimen está en juego.
A juzgar por las características
archipelágicas de la oposición actual en el Congreso –cacicazgos de pobre
nivel, angurrientos por ganar alguna prebenda–, lo que parece viable más bien
es conceder pequeñas cuotas de poder: espacios de administración regional,
obras públicas a nivel provincial, distrital o simples puestos públicos.
Esta tarea es desgastante, uno a uno, y
requiere de operadores políticos entrenados para negociar en esos términos, más
parecido a tener tratos con sindicatos de camarillas que alcanzar acuerdos con
políticos con visión de Estado.
Una segunda manera de lograr fórmulas de
entendimiento con la oposición es entrar por el lado de la agenda consensuada.
Por este camino lo principal no es ceder espacios grandes o pequeños de poder,
sino arribar, estructurar y comprometer una agenda pública que recoja algunas
de las demandas de la oposición. Las más importantes, las más sensibles.
A diferencia de la primera vía –siempre cerrada–
esta puede negociarse de manera pública, si lo que se busca –además de
evidenciar capacidad de arribar a fórmulas de consenso en pro de la
gobernabilidad–, es también mostrar ante la población voluntad de diálogo y
compromiso que puedan ser capitalizados más adelante, en caso que la oposición
se muestre intransigente.
Siempre habrá formulas mixtas que combinen
pequeñas prebendas con grandes compromisos de Estado, pero eso es algo que solo
depende de la calidad de los políticos que asumen las negociaciones.
Pero qué pasa si, después de todo, el
gobierno no decide ni lo uno ni lo otro; es decir, no cede poder y no construye
una agenda de trabajo. Bueno, se aplica la ley. Los artículos 133 y 134 de la Constitución lo reseñan muy bien.
Si el gobierno insiste en mantener su
gabinete tal como está y no cede a alguno de los planteamientos de la oposición
(precisar rol de la Primera Dama, anular el aumento de sueldos a ministros, debatir un aumento de la RMV, cambiar la política exterior del Perú sobre Venezuela), entonces el
curso de colisión es inminente.
Por supuesto, el gobierno puede adelantarse a
todos y plantear públicamente los términos por los que considera que su
gabinete debe obtener la confianza del Congreso. Es decir, anunciar antes de la
reunión del Congreso, una agenda mínima de cambios y compromisos, previamente acordados.
Todo es posible en el reino de la política. Incluso persistir en el error. Mañana lunes, tras la votación del Congreso, sabremos
qué mecanismos utilizó el gobierno para remontar esta crisis. Por sus votos,
los conocereis.
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