El clientelismo es una relación de mutuo beneficio basado en
la asimetría del poder. Una persona o
grupo ejerce poder a cambio de lo cual ofrece un beneficio a otro que no lo
tiene y que espera un recompensa por el respaldo entregado.
Es negativo si se le entiende como entrega de favores,
regalos o dádivas en tiempos electorales. O como relación pragmática de
dispendio de recursos del Estado en tiempo de gobierno.
Pero, es perverso como conducta política electoral o de
gobierno, porque distorsiona la manera de relacionar a la base a la que se pide
la confianza de la representación.
El político se acostumbra a entregar cosas por apoyo, y la
base exige cada vez más cosas por lo mismo.
Los que entienden la política de esta manera necesitan mucho
dinero. Empiezan organizando una pollada y terminan regalando o sorteando
tricimotos en campaña.
Esto abre un abanico de posibilidades para que dentro de las
organizaciones políticas se filtre el dinero. Quien sabe de dónde.
La savia que mantiene vivo el clientelismo es el dinero.
Los políticos formateados con este chip clientelista de la
política; sin dinero no pueden hacer política. Para financiar los regalos, la
ayuda que llevan a sus potenciales clientes necesita presupuesto. Y uno cada
vez más grande.
Cuando se desbordan las proporciones, las pasiones, surge la
corrupción. El clientelismo es primo hermano de la corrupción.
La conducta clientelista corrompe el espíritu ciudadano. Lo
trastoca hasta convertirlo en ese monstruo que todos llevamos dentro y que sale en forma de: "dame que de te doy", "qué me das", "cómo es
hermanito".
El clientelismo es por supuesto una vía doble. Se ejecuta
tanto de arriba abajo como de abajo hacia arriba. La primera revela un político
enfermo. La segunda, una sociedad enferma.
El clientelismo no es, sin embargo, una conducta moderna. Ni
rasgo de nuestros tiempos. Ha existido siempre. Porque obsesos, enfermos y
corruptos del poder y por el poder hemos tenido desde siempre.
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