La
democracia puede definirse de varias formas. Como un proceso que regula el
acceso al poder político, como un tipo de régimen, como la relación entre el
Estado y sus ciudadanos o de estos entre sí.
Puede
verse también como la relación, equilibrio e independencia entre los poderes
del Estado, como el sistema de pesos y contrapesos existente en un modelo de
organización política o como el sistema que mejor asegura el control político
del poder.
Pero
sea cual fuere el tipo de definición que se prefiera, una cosa es clara: No hay
dos democracias iguales en el mundo. Ni estas existen en estado puro e ideal.
Lo
que en realidad tenemos son niveles, grados, de democracia en diferentes
medidas. Procesos políticos que se acercan o se alejan de las definiciones
clásicas de democracia y sociedades que avanzan o retroceden en los indicadores
que componen la definición de democracia.
Es
probable que en países con más tradición democrática que otros o con una más extendida
y antigua clase media y con partidos políticos más institucionalizados, la
democracia sea mucho más permanente e inalterable.
Pero,
en países como los nuestros, en determinado momento, dependiendo de circunstancias políticas,
económicas y sociales específicas de cada país, la democracia sufre
afectaciones. Y así, habrá más o menos libertades fundamentales; más o menos
control de pesos o contrapesos, más o menos transparencia en los mecanismos de
control, más o menos respeto de las mayorías a las minorías, más o menos
equidad en los procesos de justicia.
Esto
viene pasando en Venezuela con procesos electorales deslegitimados, paralelismo
legislativo y violación de los derechos humanos, pero también en el Perú, con
un sistema judicial del que difícilmente se pueda hoy afirmar que exista
seguridad jurídica o garantías para un proceso de investigación justo.
Informaciones
periodísticas serias acaban de demostrar que fiscales y jueces en el Caso
Odebrecht, cuando menos, han usado raseros diferentes para medir a los
investigados. Mientras para unos hay
diligencias inmediatas y prisiones preventivas, para otros hay silencio y
ocultamiento de información.
Un
sistema de justicia no confiable o, peor aún, uno parcializado políticamente, es
letal para el estado de derecho. Rompe la seguridad jurídica y perfora el
sistema democrático. Afecta la calidad de la democracia.
La
calidad de la democracia se daña tanto si es que se atacan las garantías
democráticas de acceso al poder -elecciones, libertad de expresión, sistema de partidos-, o si se alteran los límites al ejercicio del
poder político -independencia de poderes-, como si las instituciones que la conforman se salen de su marco
constitucional y caen en el abuso del poder.
Una justicia parcializada, politizada o encarnizada contra los rivales políticos, lesiona, pervierte, trastoca y subvierte la calidad de la democracia.
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