Ron, el gato de la casa, ha sido herido en combate.
De madrugada, escuchamos la pelea. Fue una lucha titánica. Un
gato negro, inmenso, se plantó frente a Ron, invadiendo su espacio, y lo
desafió.
Los gatos son territorialistas. Vigilan su espacio en las
noches. Pasan horas y horas en atenta vigilia, dilatando sus pupilas al máximo,
que brillan, cual ojos de gato.
Aquella noche, el invasor vulneró el cerco de seguridad. Ron
respondió a su naturaleza felina y repelió el ataque, sin medir el tamaño de su
oponente. Llovió fuerte esa madrugada azul.
Cuando llegamos al techo, el invasor había abandonado el
escenario de combate y Ron tenía aún los pelos del lomo erizados y las fauces
abiertas mostrando sus colmillos. Sus ojos resplandecían como luciérnagas.
Ron tenía dos uñas clavadas en el muslo de su pata trasera. Las
garras del usurpador.
En estos tres días le han aplicado inyecciones contra la
infección y tiene un tratamiento con pastillas antibióticas para otros cinco
días.
No recuerdo, de niño, tantos mimos para un gato.
En mis tiempos, los gatos se curaban solos. Regresaban en
pedacitos cada vez que la naturaleza los urgía a rondar por techos propios y
ajenos, y se pasaban mañanas y tardes enteras lamiéndose —literalmente— sus
heridas de guerra.
Aprendí mucho viendo peleas de gatos.
Algunos pelean para defender su territorio y comida. Pero
también pelean cuando están en celo, disputando alguna hembra o corriéndose de
ella. Las danzas de combate difieren según el tipo de lucha.
Pero creo que el gato comprende que las heridas de amor son
inevitables y por eso, se rinde ante ellas.
En este caso, Ron, mi gato de casa, ha tenido una batalla
nocturna por el territorio.
Lo sé porque no ha vuelto a salir de ronda. Un gato
enamorado, por más que lo hagan pedazos, vuelve siempre a su gata fiera.
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