Sandra, Andrea y Luis Alvaro.
Queridos hijos:
Estas líneas son para agradecerles el haberme pedido que los lleve al cine el domingo pasado. Creo que Toy Story 3 es la mejor película de la saga de Pixar Estudio. Me encantó la historia, la técnica narrativa y las emociones que los autores logran despertar en el espectador. Efectivamente, no es una película para chicos solamente, como me dijeron. Mamá y yo la disfrutamos y la sufrimos igual. No puedo negar que las aventuras de los juguetes de Andy, me removieron los refundidos rescoldos de infancia. No porque haya alguna similitud entre las tribulaciones de Andy y mi infancia al aire libre -todo lo contrario, no fui un niño de juguetes, veo ahora, sino de juegos, de muchos juegos-. Lo que sentí fue más bien que Toy Story 3, en muchas formas, se empieza a parecer a sus propias vidas, y que tarde o temprano tendrán que enfrentar, sino lo han hecho ya, dilemas parecidos; deshacerse de sus juguetes, regalar algunos, olvidar otros y quizás guardar los más preciados, los que han llenado de aventuras buena parte de su tiempo, para sus propios hijos.
Toy Story 3 me atrapó porque refleja bien ese trance que todos sentimos de manera distinta, pero inexorable, hacia la adultez. El niño de ayer debe enfrentarse ahora a nuevos retos, avanzar en los estudios, y quedarse con los mejores recuerdos de infancia. Cada quien, además, vive esta etapa de la vida de acuerdo a sus circunstancias y, creo que alguna vez les he comentado, la mía fue una infancia feliz, jugando con los amigos del barrio, peloteando por aquí y por allá, sin muchos juguetes, como les he dicho, pero con muchos juegos. Por eso no recuerdo haber tenido muñecos bautizados con nombre propio -más allá de Cuchitos Puchitos, que ustedes conocieron, pero que es otra historia- por lo que no tuve que desprenderme de alguno de ellos al tener que ir a la Universidad. No tuve un Woody como Andy. Pero me disfracé de cowboy cuando niño y seguí jugando coboyadas cuando crecí, aunque ya sin pantalón vaquero ni espuelas, ni pistolas al cinto. Para entonces mi nombre oficial era El Llanero Solitario, pero el nombre que más me gustaba usar era “El Enmascarado” y mi fiel compañero Toro, uno de mis mejores amigos. Tampoco tuve un Buzz Lightyear, pero igual viajaba al infinito y más allá. Venía de algún confín de las estrellas, convertido en Ultraman para defender a los terrícolas de los monstruos del espacio sideral con mis rayos sónicos. Y cuando en el barrio aprendimos a nadar me transformaba en Aquaman y podía, como él, pasar horas de horas debajo del agua, arqueando mi columna vertebral, aguantando la respiración y sin que se me metiera agua por las orejas. Y lo más divertido era que podía entender el lenguaje sonar de delfines, ballenas, peces y cualquier otra especie marina. A veces también era Batman, Señor de la Oscuridad, nunca Superman, sí Flecha Verde y, a veces, cuando mamá llamaba tres veces para ir a comer o comprar algo urgente, Flash.
Cuando no era un superhéroe, jugaba al trompo, a las bolitas, lingo, mata-gente, a las escondidas, a la chapada, saltaba soga, o armábamos equipos de fulbito, bata o beisbol. Jugaba también al Papá y a la Mamá y al Doctor, pero cuando las niñas del barrio empezaron a crecer sus mamis les prohibieron juntarse con los hombrecitos. Ellas empezaron a pintarse las uñas, algunas jugaban a ser grandes y se maquillaban. Nosotros las veíamos encerradas en sus casas, mirándonos por las ventanas y saludándonos con las manitas, antes que sus mamis las apartaran del todo y cerraran las cortinas. A nosotros nos dio por la ciencia y empezamos a experimentar diversas cosas. Construimos proyectores con cajas de zapato, tubos de papel higiénico y lupas de plástico para pasar nuestras historias de dibujos animados hechos por nosotros mismos. Una vez cambiamos un pollito por una botella sólo para abrirlo vivo y ver cómo funcionaban sus órganos internos. El pollo se murió en pleno experimento, pero fue una lección inolvidable que la disfrutó, de un solo bocado, el perro más fiero del barrio.
Luego, un día, decidí no salir más a la calle. Al menos no todos los días y por largas horas como había sido siempre. Encontré miles de aventuras en mi cuarto lleno de periódicos y libros. Miles de historias que me transportaban y transformaban en personajes de lo más diversos que amaban, sufrían, querían cambiar el mundo o simplemente no los comprendían. Con ellos y sus historias me di cuenta de que tenía los primeros síntomas de la adultez. Los juegos de esta etapa ya no me gustaban tanto: el taco, las cartas, el cachito, las chelas al final del partido. Así que me aparté de ellos. Y empezó mi búsqueda por encontrar respuestas. Surgieron palabras como Dios, Religión, Historia, Política… y muchas otras, hasta hoy. Pero esa es ya una historia que los involucra y que ustedes conocen… Son las historias de Papá, ahora, pero les juro que no siempre fue así y que también fui niño y tenía mil aventuras que contar y vivir, y aunque mi infancia no fue de juguetes, si fue de juego, de muchos juegos…
Papá
04 julio, 2010
Toy Story... la historia continúa
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