En setiembre del 2006, una alerta sobre el Perú recorrió el mundo: tres proyectos de ley presentados al Congreso proponían ampliar la pena de muerte en el país para violadores de niños. Uno de los proyectos era firmado por Unidad Nacional, otro por el Partido Aprista y un tercero era enviado por el propio Ejecutivo.
A poco de instalado el nuevo Gobierno, el país comunicaba que, en materia de derecho internacional, habíamos decidido ir contra corriente. Actualmente más de la mitad de los países del mundo han abolido la pena de muerte en su legislación o en la práctica. Es decir, 129 países decidieron no conferir al Estado el poder de eliminar al hombre.
En materia de Derechos Humanos, el Perú retrocedía y optaba por quedar del lado de los países que mantienen la pena de muerte como castigo capital: Afganistán, Arabia Saudí, Burundi, China, Estados Unidos, Irán, Indonesia, Libia, Ruanda, Sierra Leona, Sudán, Trinidad y Tobago, Uzbekistán y Yemen.
Hoy, sin embargo, la alerta al mundo se ha redoblado. Es el propio Presidente de la República el impulsor de esta drástica medida, luego que el Congreso decidiera rechazar las propuestas hace una semana. Contra la opinión de todos, contra la Constitución, el jefe del Estado propone embarcar al país en un referéndum de consulta.
No están de acuerdo con la propuesta el Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo, el Arzobispo de Lima y los más destacados jurisconsultos del país. Pero nada de esto parece importarle al Presidente que arremete con todo. En una reunión con su partido político ha logrado que éste salga a apoyarlo y se juegue por la consulta ciudadana.
De esta manera, el Presidente contradice la tendencia abolicionista internacional. La pena de muerte es un castigo bárbaro. Es una forma disfrazada de la vieja ley del Talión. Tú vida por la vida que cobraste. No hay moral superior del Estado en este procedimiento. Hay ira y destrucción.
No está demostrado que la pena capital disuada al criminal. Porque si miramos con cautela el asunto, para sujetos que no tienen cura, para aquellas escorias sociales, la muerte puede ser hasta un premio. El peor castigo es el encierro de por vida.
Matar a un criminal es una respuesta simplista. Los problemas humanos son mucho más complejos. Eliminar violadores no acaba con el delito. La muerte legal, dictada por los tribunales, en cualquiera de sus formas, es una afrenta a la dignidad humana.
El artículo 4.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos establece que la pena de muerte no puede extenderse a delitos a los cuales no se la aplique actualmente. El Perú es signatario de La convención americana.
En 1993, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una opinión consultiva que claramente señala que la Convención Americana sobre Derechos Humanos prohíbe de manera absoluta a los países miembros ampliar el uso de la pena de muerte a cualquier delito que no fuera castigado con la pena capital cuando el Estado pasó a estar vinculado por la Convención.
Pero nada de esto parece importar. Retirar al Perú del ámbito de la convención dejaría desprotegidos a los peruanos de abusos contra los derechos humanos cometidos por tribunales nacionales. El propio Presidente de la República no habría podido recuperar plenamente sus derechos si no fuera por este amparo supranacional.
De prosperar la medida, el país ingresaría peligrosamente a una senda oscura de autoritarismo, con una democracia disminuida y sin plenos derechos.
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