Tenía diez años cuando sentí el primer terremoto de mi vida y me aferré a mi madre. Treinta y tres años después hice lo propio con mi hijo de ocho años. Antes busqué la protección, ahora me tocó darla; a mis tres hijos, en realidad, a quienes abracé y acaricié buscando apaciguar sus temores. El terremoto nos recuerda lo vulnerable que somos los humanos y la necesidad de afecto que tenemos. No es sólo el instinto de sobrevivencia el que se alerta; es la vena del amor la que se yergue. Recordaba el momento en que abracé a mi madre buscando consuelo y terminé dándole protección; mientras ella clamaba al cielo yo le repetía acariciándole la cabeza que ya iba a pasar, que se tranquilizara. Dany, mi perra saltaba en el patio y se enfrentaba a las paredes que se movían en una danza espeluznante, descascarándose y dejando ver como costillas los bloques de adobes que se abrían dentro de sí. Ese terremoto entró en mi cuerpo desde la planta de los pies. Ahora fue distinto. Estaba dentro de mi camioneta, en la última luz roja, a cuatro cuadras de mi casa, cuando empezó el movimiento. El carro saltaba como si de pronto hubiera cobrado vida. No apagué el motor ni bajé. Algunos vehículos se estacionaron a un costado, pero otros aumentaron la velocidad y pasaron la luz roja; corrieron despavoridos. Escuché el chirrido de llantas a lo lejos. “Felizmente estoy cerca”, pensé. Había dejado a mi esposa hacía dos minutos en la Universidad. Por un momento dudé. ¿Regreso a buscarla o voy a la casa? La Universidad debe ser un caos, pensé. Todos estarán saliendo apurados para ir a sus casas. No podré localizarla. Iré a casa. En el segundo remezón avancé, puse la luz intermitente y crucé la doble vía. Tres cuadras más y entré a la recta de la casa. La gente estaba en la calle; algunos rezaban mirando el cielo. Otros se reunieron en el parque. Al llegar a casa encontré a mis hijos en la puerta. Estaban con su abuela. Abracé a mi hijo pequeño, el más asustado. Le di calor, mientras le decía que el terremoto es un fenómeno natural, que cada cierto tiempo ocurre y que había que estar siempre preparados. Una a una se fueron acercando mis otras dos hijas. Sentí que me abrazaban fuerte. La mayor muy serena y la segunda algo juguetona. Me contaron cómo los agarró el movimiento. Los más pequeños estaban jugando en su cuarto; la mayor estaba en el suyo y la abuela viendo la tele. Se juntaron con los primeros sacudones y se cobijaron debajo de una puerta del segundo piso. Cuando pasó la peor parte bajaron y salieron a la calle. Allí los encontré. Los teléfonos no funcionaban, el cable se había desconectado. Prendimos la radio y les conté que cuando era pequeño nos enterábamos de las noticias así: reunidos todos alrededor del aparatito. Al poco tiempo llegó su madre. En efecto, la Universidad había sido un caos. Los polluelos corrieron a sus brazos. Más abrazos y cosquilleos en la cabeza. Llamé a mi madre. Estaba tranquila. El susto había pasado. Estaba sola. Me preguntó por sus nietos. Recordamos el terremoto aquel que pasamos juntos. ¿Te acuerdas de Dany; ella sintió primero que todos y empezó a ladrar como loca, te acuerdas? Sí, recordaba. Recordaba que al final abracé a mi perra y sentí su corazón acezante y su aliento agitado y caliente que me quemaba la cara; babeaba. Pero era mi perra y cuando uno es niño nada de eso importa. Yo sólo quería protegerla y calmarla. Creo que quedó nerviosa. Sus ojos cambiaron. Y aunque ella no me dijera nada, yo había visto el temor en sus ojos. El terremoto nos desnuda como seres vivos. No sólo a los humanos, pienso ahora. Quizás sea el temor lo que nos despelleja y nos vuelve vulnerables. Por eso necesitamos amor, afecto; para cubrirnos, para arroparnos, para volver a ser nuevamente. El amor nos devuelve nuestra condición humana. Para eso también sirven los terremotos; para saber que tenemos seres que nos aman y a quiénes amamos.
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6 comentarios:
Todos tenemos una relación de ternura en el desastre. Como dices, nos damos cuenta de lo pequeño que somos los humanos.
Muy buena crónica, te felicito. En momentos y sutuaciones como las que describes se conocen a los seres humanos y a las bestias humanas también.
Recuerdo que en el terremoto del 70, yo apenas era un niño, la primera ayuda en llegar a los damnificados vino de la Cuba del "demonio" Fidel Castro.
Llegaron cosas tan buenas que los militares de ese entonces se hicieron los "locos" y se quedaron con ellas. Años después se supo que las prendas fueron vendidas en las 'boutiques' que por entonces aparecían.
A esas bestias las vimos después haciendo gárgaras con "la patria", la "democracia" y la mierda de siempre...
Lo siento, pero no lo puedo evitar. Gracias.
Fuerza desde España
Nuestra solidaridad y nuestro recuerdo desde Asturies, España.
Gracias por sus señales de solidaridad. La tierra continúa temblando, aunque cada vez más levemente... y como solemos decir por estas tierras de fuego:
Aquí estamos: pálidos, pero serenos.
Muy interesantes estos testimonios directos. Mi solidaridad desde España. Estuve conociendo Perú hace dos años, volví fascinado, y hoy sigo con dolor toda esta tragedia. He publicado algún comentario en www.carlosjaviergalan.blogspot.com.
Un abrazo.
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