(Diario El País. J.M. Marti Font, desde París.) "Su Majestad tenía la mirada sombría pero viva, aunque tirando hacia abajo; una nariz que surgía para ocupar todo el centro de la cara y el cabello oscuro y ondulado, como si fueran pequeñas olas peinadas. Cuando hablaba en público, lo que sucedía varias veces en un mismo día, se pavoneaba y se libraba a curiosas contorsiones". Así, al modo de Saint-Simon, es como el escritor Patrick Rambaud describe a Nicolas Sarkozy en su Crónica del reino de Nicolas I (Grasset). Hoy se cumple un año desde que fue elegido presidente de Francia con un 53% de los votos frente al 47% de su contrincante, la socialista Ségolène Royal.
Aquella noche, su esposa Cecilia Ciganer, que ni siquiera se había dignado ir a votar por su marido, fue la encargada de organizar una cena para un público en cuya selección ella tuvo mucho que ver, en uno de los restaurantes más lujosos de París: Fouquet's, situado en un palacete de los Campos Elíseos. Se ha escrito incluso un libro sobre aquella velada -uno más de los cientos publicados sobre el presidente francés-, que más que políticos y personalidades de la vida pública, reunió a ricos millonarios del estilo de Arnaud Lagardere, Vincent Bollore junto a estrellas de la farándula como Johnny Hollyday. Era el anticipo del estilo que llegaba al palacio del Elíseo: ostentatorio.
Los franceses, incluso muchos de los que no habían votado por él, se rindieron a sus pies, hipnotizados por la hiperactividad de un personaje de quien esperaban milagros, incluidos los que había prometido durante su campaña: más dinero, dicho políticamente, un aumento del poder adquisitivo. Durante la primavera y el verano su popularidad creció como la espuma alcanzando cotas desconocidas que en septiembre rozaban el 70%.
Acabó el verano y llegaron las rebajas. Desde entonces está en caída libre; su imagen, lastrada por la penosa exhibición de su vida privada, hecha añicos. El pasado 28 de abril de 2008, Nicolas Sarkozy batía todos los récords de impopularidad de un presidente en su primer año en el poder. El sondeo del instituto BVA le daba tan sólo un 32% de opiniones favorables, una caída de ocho puntos en un mes. De nada ha servido su intento, el pasado día 24 de abril, de explicarse ante sus compatriotas, reconociendo humildemente sus errores durante una hora y media en televisión, entrevistado por cinco periodistas.
Las semillas de su desplome ya estaban plantadas cuando llegó al Elíseo. Acabada la campaña electoral, el desamor que le profesaba su esposa Cécilia se hizo insoportablemente evidente. Durante el verano sucedieron dos cosas: en lo personal su mujer quería el divorcio para volver con su amante Richard Attias. En lo político estallaba la crisis financiera. El panorama económico internacional echaba abajo todos los cálculos que su equipo había hecho para relanzar el crecimiento en Francia. Lo primero le explotaba en las manos cuando, forzado y a regañadientes, aceptaba en octubre concederle el divorcio a Cécilia. Lo segundo, encendía la espiral del descontento popular, las resistencias a cualquier cambio y la sensación de que no iba a cumplir la promesa de aumentar el poder adquisitivo de los franceses.
En lo más gris del otoño, los sindicatos, crecidos, deciden plantar cara a la reforma de las pensiones especiales, los privilegios difícilmente defendibles de un colectivo de funcionarios entre los que se encuentran los trabajadores del transporte público. Es la señal para que cualquier grupo o gremio mínimamente afectado por un cambio se cierre en banda.
Sarkozy, maestro en manipular los medios de comunicación, intenta entonces crear cortinas de humo mostrando su vida privada, lo que le sirve también para reivindicar su hombría malherida tras el divorcio. Los franceses descubren que su presidente tiene una nueva novia, una mujer bellísima y elegante, nada más y nada menos que Carla Bruni, una top model reconvertida en cantante.
Y entra en una deriva de adolescente inseguro. Las imágenes de la pareja viajando por Egipto y Jordania -nada menos que en el tempo de Petra, donde su anterior esposa había estado con su amante-, sus gafas Ray-Ban Aviator de espejo, sus relojes Rolex, configuran una exhibición de poder y dinero que se desparrama por los medios de comunicación, rompiendo definitivamente el molde de la función presidencial, que en Francia tiene claros componentes monárquicos. La deriva de Sarkozy va en paralelo a la comprobación por los franceses de que su situación no sólo no mejora, sino que empeora. Tres episodios son decisivos: por dos veces insulta a ciudadanos que le provocan, sin calcular que las imágenes se expanden por Internet a la velocidad de la luz. "Baja aquí si eres hombre", le contesta a un pescador que le ha gritado: "¡Que te den por el culo!"; "Ábrete, capullo", le suelta con infinito desprecio a un ciudadano que se niega a saludarle. Por el contrario, permite al coronel Gadafi que se pasee a sus anchas por París humillando a la ciudadanía.
Analizar las razones del descalabro presidencial se convierte en un pasatiempo nacional. Los psicoanalistas explican en la radio y en televisión que el problema del presidente es que su objetivo nunca ha sido otro que alcanzar el poder y que, una vez conseguido, no sabe lo que hacer con él. Otros señalan que el dinero es su valor central, y que eso explica su debilidad por los ricos, el exhibicionismo que ha acabado valiéndole el mote de presidente bling bling, una expresión sacada de la cultura del hip hop, que hace referencia al ruido de los collares de oro meciéndose sobre el cuello de los cantantes de rap. El 30 de octubre se subió el sueldo un 172%, para dejarlo en 19.331 euros mensuales.
¿Ha tocado fondo? Uno de sus consejeros al Journal du Dimanche: "Nicolas ha comprendido por fin que es él quien debe adaptarse a la condición presidencial y no a la inversa". Esas mismas fuentes aseguran que su tercera esposa, Carla Bruni, tiene mucho que ver en ello. Ahora, si hay viajes, son secretos, sin fotos ni referencias. Y cuentan que hace dos semanas, en la sala Richelieu de la Comedie Française, cuando los tres timbrazos avisaban del comienzo de la representación, una pareja ocupó silenciosamente sus asientos de primera fila. Sólo sus vecinos se dan cuenta de que son el presidente y su esposa. Dos horas más tarde, cuando acabó la representación, la pareja salió tan discretamente como había llegado. Los observadores del Elíseo le llaman a esto el efecto Carla.
Aquella noche, su esposa Cecilia Ciganer, que ni siquiera se había dignado ir a votar por su marido, fue la encargada de organizar una cena para un público en cuya selección ella tuvo mucho que ver, en uno de los restaurantes más lujosos de París: Fouquet's, situado en un palacete de los Campos Elíseos. Se ha escrito incluso un libro sobre aquella velada -uno más de los cientos publicados sobre el presidente francés-, que más que políticos y personalidades de la vida pública, reunió a ricos millonarios del estilo de Arnaud Lagardere, Vincent Bollore junto a estrellas de la farándula como Johnny Hollyday. Era el anticipo del estilo que llegaba al palacio del Elíseo: ostentatorio.
Los franceses, incluso muchos de los que no habían votado por él, se rindieron a sus pies, hipnotizados por la hiperactividad de un personaje de quien esperaban milagros, incluidos los que había prometido durante su campaña: más dinero, dicho políticamente, un aumento del poder adquisitivo. Durante la primavera y el verano su popularidad creció como la espuma alcanzando cotas desconocidas que en septiembre rozaban el 70%.
Acabó el verano y llegaron las rebajas. Desde entonces está en caída libre; su imagen, lastrada por la penosa exhibición de su vida privada, hecha añicos. El pasado 28 de abril de 2008, Nicolas Sarkozy batía todos los récords de impopularidad de un presidente en su primer año en el poder. El sondeo del instituto BVA le daba tan sólo un 32% de opiniones favorables, una caída de ocho puntos en un mes. De nada ha servido su intento, el pasado día 24 de abril, de explicarse ante sus compatriotas, reconociendo humildemente sus errores durante una hora y media en televisión, entrevistado por cinco periodistas.
Las semillas de su desplome ya estaban plantadas cuando llegó al Elíseo. Acabada la campaña electoral, el desamor que le profesaba su esposa Cécilia se hizo insoportablemente evidente. Durante el verano sucedieron dos cosas: en lo personal su mujer quería el divorcio para volver con su amante Richard Attias. En lo político estallaba la crisis financiera. El panorama económico internacional echaba abajo todos los cálculos que su equipo había hecho para relanzar el crecimiento en Francia. Lo primero le explotaba en las manos cuando, forzado y a regañadientes, aceptaba en octubre concederle el divorcio a Cécilia. Lo segundo, encendía la espiral del descontento popular, las resistencias a cualquier cambio y la sensación de que no iba a cumplir la promesa de aumentar el poder adquisitivo de los franceses.
En lo más gris del otoño, los sindicatos, crecidos, deciden plantar cara a la reforma de las pensiones especiales, los privilegios difícilmente defendibles de un colectivo de funcionarios entre los que se encuentran los trabajadores del transporte público. Es la señal para que cualquier grupo o gremio mínimamente afectado por un cambio se cierre en banda.
Sarkozy, maestro en manipular los medios de comunicación, intenta entonces crear cortinas de humo mostrando su vida privada, lo que le sirve también para reivindicar su hombría malherida tras el divorcio. Los franceses descubren que su presidente tiene una nueva novia, una mujer bellísima y elegante, nada más y nada menos que Carla Bruni, una top model reconvertida en cantante.
Y entra en una deriva de adolescente inseguro. Las imágenes de la pareja viajando por Egipto y Jordania -nada menos que en el tempo de Petra, donde su anterior esposa había estado con su amante-, sus gafas Ray-Ban Aviator de espejo, sus relojes Rolex, configuran una exhibición de poder y dinero que se desparrama por los medios de comunicación, rompiendo definitivamente el molde de la función presidencial, que en Francia tiene claros componentes monárquicos. La deriva de Sarkozy va en paralelo a la comprobación por los franceses de que su situación no sólo no mejora, sino que empeora. Tres episodios son decisivos: por dos veces insulta a ciudadanos que le provocan, sin calcular que las imágenes se expanden por Internet a la velocidad de la luz. "Baja aquí si eres hombre", le contesta a un pescador que le ha gritado: "¡Que te den por el culo!"; "Ábrete, capullo", le suelta con infinito desprecio a un ciudadano que se niega a saludarle. Por el contrario, permite al coronel Gadafi que se pasee a sus anchas por París humillando a la ciudadanía.
Analizar las razones del descalabro presidencial se convierte en un pasatiempo nacional. Los psicoanalistas explican en la radio y en televisión que el problema del presidente es que su objetivo nunca ha sido otro que alcanzar el poder y que, una vez conseguido, no sabe lo que hacer con él. Otros señalan que el dinero es su valor central, y que eso explica su debilidad por los ricos, el exhibicionismo que ha acabado valiéndole el mote de presidente bling bling, una expresión sacada de la cultura del hip hop, que hace referencia al ruido de los collares de oro meciéndose sobre el cuello de los cantantes de rap. El 30 de octubre se subió el sueldo un 172%, para dejarlo en 19.331 euros mensuales.
¿Ha tocado fondo? Uno de sus consejeros al Journal du Dimanche: "Nicolas ha comprendido por fin que es él quien debe adaptarse a la condición presidencial y no a la inversa". Esas mismas fuentes aseguran que su tercera esposa, Carla Bruni, tiene mucho que ver en ello. Ahora, si hay viajes, son secretos, sin fotos ni referencias. Y cuentan que hace dos semanas, en la sala Richelieu de la Comedie Française, cuando los tres timbrazos avisaban del comienzo de la representación, una pareja ocupó silenciosamente sus asientos de primera fila. Sólo sus vecinos se dan cuenta de que son el presidente y su esposa. Dos horas más tarde, cuando acabó la representación, la pareja salió tan discretamente como había llegado. Los observadores del Elíseo le llaman a esto el efecto Carla.
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