23 noviembre, 2019

Perú: democracia sin partidos*

La Constitución peruana no establece el cierre del Congreso. Solo su disolución. Es una diferencia semántica sustantiva. El país ingresa a un interregno en el que el Presidente de la República gobierna, vía decretos de urgencia, con una Comisión Permanente que es una especie de apéndice del órgano legislativo disuelto. Hasta que se forma un nuevo Congreso, dentro de los cuatro meses posteriores a la disolución.
De esta manera, el país dirimió uno de los enfrentamientos de poderes más largos que ha tenido en su historia republicana, que el 2021 cumplirá 200 años. El Tribunal Constitucional está por resolver una contienda competencial planteada por el legislativo, para establecer si la disolución fue o no ajustada a ley, pero todo parece indicar que la política de los hechos consumados se impondrá y en enero del 2021 tendremos elecciones y un nuevo Congreso.
Una nueva correlación de fuerzas será entonces realidad. El legislativo se recompondrá a través del voto popular con lo que el año y medio de gobierno que le queda al presidente Martín Vizcarra tendrá, sin duda, otro cariz. Menos obstruccionista con seguridad, pero más eficaz, está por verse.
Hasta el momento el humor nacional no está como para repartir y repetir la cuota de poder mayoritariamente a un grupo político. Fuerza Popular, el grupo mayoritario en el Congreso disuelto no tendrá, por lo pronto, ni la misma fuerza ni es ya tan popular. 
Ningún partido en realidad lo es. 
Encuestas recientes le dan a Acción Popular —partido de centro— un 11% de las preferencias. El centro derechista Partido Morado 8%. El partido fujimorista, Fuerza Popular 5%. Alianza Para el Progreso 3% y las izquierdas y el Partido Popular Cristiano 2% cada una. El partido Aprista 1%. Ninguno 33%. Y no saben 21%.
A poco menos de tres meses de acudir a las ánforas, la fotografía final sigue siendo difusa. Descontando que en diciembre las fiestas navideñas ocupan buena parte del interés de las personas, esta campaña al Congreso complementario de enero 2021 —para culminar el periodo hasta el 28 de julio del 2021—, será una campaña relámpago de menos de cuatro semanas.
Casi no habrá tiempo para una campaña de posicionamiento, sino de marca. La recordación partidaria y el símbolo electoral será tan o más importante que las propuestas legislativas. Más aún si tenemos en cuenta que en estas elecciones rige el nuevo cambio en las reglas electorales que prohibe la propaganda o publicidad comercial en la televisión privada. Los partidos podrán usar solo la franja electoral, espacios en horarios fijos en los medios de comunicación públicos y privados contratados por la Oficina Nacional de Procesos Electorales y sorteados de manera equitativa entre los participantes. Con este (des)incentivo, la campaña correrá fuerte en redes sociales.
En este aspecto, lo que veremos en los próximos días será también un adelanto o una experimentación de lo que se vendrá el 2021: una campaña con nuevas reglas (elecciones primarias, simultáneas y abiertas), alternancia de género y paridad de manera progresiva.
No está claro si la reingeniería legal en materia electoral mejora la calidad de la democracia. El Perú es un país sui generisen este aspecto. Aquí funciona un sistema democrático sin partidos políticos. No como la teoría política los define, en todo caso. La informalidad que mantiene a flote la economía (70%), se ve también en la política. Los candidatos saltan de un partido a otro con agilidad felina. No es la ideología o la hoja de ruta común lo que los une, sino el pragmatismo; la imperiosa necesidad de asirse del poder —literalmente— a cualquier costo y casi a cualquier  precio.
Los partidos son así antes que unidades de pensamiento y acción, coaliciones de independientes (Zavaleta, 2014), con espíritu pragmático, rentista o saltimbanqui, que a la larga genera una República sin ciudadanos (Vergara, 2013), de la que solo cabe esperar —elecciones, Dios mediante— que cada Congreso que elijamos no sea peor que el anterior. 

* Artículo publicado en la revista CAREP, Centro de Alto Rendimiento Político de España.  Edición Perú N.- 7, Otoño, 19. 6/11/2019

16 noviembre, 2019

Indignados y conectados

América Latina es hoy un laboratorio abierto de procesos económicos, políticos y sociales en el que  la gente se ha volcado a las calles, indignada y violenta, generando una dinámica que requiere ser explicada para evitar confusiones y pescar a río revuelto.

Los países andinos -Venezuela, Ecuador Chile, Bolivia- parecen calentarse al punto de poner a prueba sus endebles democracias. ¿Qué produce esta ola de enfrentamientos? ¿Hay alguna explicación que sea común a todos estos estallidos?

Una primera hipótesis es que no sea un solo factor. Ni una sola mano. Que, por el contrario, existan razones distintas. Hambre y dictadura en Venezuela; autoritarismo y fraude electoral en Bolivia; costo de vida en Ecuador; desigualdad e insatisfacción en Chile. 

Es importante diferenciar el origen de las crisis para no confundir la respuesta a cada una de ellas. De hecho, con diferente tesitura y fórmulas, tras los estallidos sociales, el poder se conserva en Chile, Venezuela y Ecuador. En Bolivia, se destituyó al presidente y asumió una representante del radicalismo religioso.

A punta de bayoneta, bala, subsidios y populismo, Nicolás Maduro, sigue gobernando y conviviendo con un presidente reconocido por todos, pero que no manda. Sebastián Piñera, después de 22 muertos y tres semanas de multitudes desbocadas en las calles terminó por acordar, junto a las fuerzas políticas de oposición, la convocatoria a un plebiscito y encaminar a Chile hacia una nueva constitución; a cambio, se mantiene en el poder. Lenin Moreno, en Ecuador, abandonó Quito por unos días, pero tras llegar a un acuerdo con los indígenas, derogó el alza de combustible y regresó a Palacio. 

Las situaciones políticas que generaron las crisis no se parecen ni en su origen, ni en su tratamiento, ni en sus resultados. 

No es verdad entonces que en todos los países estemos ante una respuesta al decaimiento, vulnerabilidad o retroceso de la clase media. En Venezuela la crisis es transversal a todas las clases sociales. En Bolivia es más profunda la fractura étnica que la económica. Fueron los no indígenas quienes expulsaron a Evo. Por el contrario, en Ecuador fueron los indígenas quienes le perdonaron la vida a Moreno.

Desde hace muchos años el BID ha identificado a América Latina como la región con mayor desigualdad de ingresos. Entre el 2002 y 2012 más de 10 millones de latinoamericanos se incorporaron a la clase media. A ese ritmo, todo parecía indicar que América Latina fuera predominantemente una región de clase media el 2017, pero no ocurrió. A partir del 2014 solo 3 millones y medio de latinoamericanos ascendieron a la clase media cada año. 

¿Es esta realidad socioeconómica la que explica el estallido en Chile? La desaceleración del crecimiento económico, genera menos empleo, por lo tanto, menos ingresos, menos clase media y más pobres. La región entró a su quinto año consecutivo de desaceleración. Muchos de los que hoy protestan probablemente son miembros de esa clase media estancada, vulnerable, que no quiere, que tiene pavor, regresar a la pobreza.

Pero la pregunta inicial sigue en pie: ¿qué une a todos los estallidos sociales en los países andinos? ¿Hay un plan concertado para desarticular estas endebles democracias? Tendría que ser un súper cerebro que conozca qué botón apretar en cada país para soliviantar a las masas en contra de sus gobiernos. 

Lo único une todos estos estallidos quizás sea lo bien conectados que están los ciudadanos a la hora de salir a las calles. Y los límites de la democracia en estos lares para procesar el conflicto. Lo primero dinamiza el “fenómeno cascada” de replica y escalamiento del estallido, mientras lo segundo revela la debilidad institucional que padecen nuestros países ante masas desbordadas que no obedecen a nadie. 

El otro rasgo que une a estos ciudadanos conectados y enojados -que han hecho de la calle su tabladillo político- es el sentimiento de insatisfacción y hartazgo frente a la autoridad. El Estado debe prestar mejores servicios y no solo ser garante de la fuerza. La gente no solo quiere gobiernos que cumplan su tarea, sino sobre todo honestados con funcionarios y servicios públicos que atiendan sin prepotencia, humillación o indignidad.

La brecha entre las aspiraciones de la gente y la realidad que no cambia podría estar generando desesperanza y frustración. Y cuando el ciudadano no encuentra satisfacción, se queja por las redes sociales. Estamos ante un ciudadano empoderado y anárquico en las redes. 

Las generaciones jóvenes viven las crisis en la vida real y también en el mundo digital. Ambos mundos conviven y se traslapan, retroalimentándose. Y cada vez es más difícil diferenciarlos. Así, la chispa del descontento social se enciende y extiende mucho más rápida, descontrolada y hasta irracionalmente, sin que ello no signifique que existe una dosis de realidad amplia y aumentada. Las redes amplifican el malestar de la gente, aunque lo real sigue siendo la angustia de vivir al límite, la frustración, los sueños truncos, la  desesperanza. 





03 noviembre, 2019

La Revolución y la Tierra


El documental de Gonzalo Benavente tiene varios aciertos. Uno de ellos es la narrativa-espejo de un periodo y tema complejo —aún hoy en debate— en torno a la eficacia y resultados concretos del proceso de Reforma Agraria que impulsó el Gobierno Revolucionario del general Juan Velasco Alvarado. 

El autor utiliza para ello las voces de historiadores, antropólogos, sociólogos, periodistas y protagonistas directos, que cuentan e interpretan los hechos, así como una secuencia ordenada de películas peruanas que hilvanan la historia. El documental llega a ser así una especie de docudrama, pero fílmico —un docufilme— que reemplaza la caracterización y actuación ex profesa de los docudramas con segmentos de películas correspondientes al tiempo en que ocurrieron los hechos históricos narrados.

Fuera de lo acertado de este recurso técnico que permite una sucesión de hechos sostenidos y no aburridos, el mayor mérito de la película es presentar un primer balance del fin de la edad media que se vivía hasta entonces en el Perú, que fue lo que en el fondo significó la reforma agraria. La extinción de un sistema de explotación de la masa indígena.

Si esta decisión trajo el quiebre de la producción agraria —y hay estudios que así lo muestran—, no menos cierto es que desde el punto de vista social había que terminar con el yanaconaje y la semi esclavitud laboral en el campo. No puede haber República sin ciudadanos. Y una buena parte del Perú antes de la reforma agraria, no tenía esa condición.

El problema del campesino es aún un tema pendiente. Sigue ligado a la tierra, pero hoy el problema es más de acceso al desarrollo, al crédito, al agua, y a servicios básicos del Estado como educación, salud e infraestructura. Las comunidades campesinas no son unidades de producción articuladas al mercado. En muchos casos, son aún de subsistencia. La propiedad de la tierra en su interior se ha fragmentado, individualizado, aunque en una gran cantidad de ellas existe todavía el manejo comunal de tierras, aguas y pastos.

Las comunidades campesinas no forman parte de las políticas públicas. Y sin embargo, pueden ser grandes aliadas en la construcción de mejores condiciones de vida para su población. El manejo del agua es un ejemplo. En las zonas altoandinas, la administración, cuidado y construcción de nueva infraestructura de agua sigue siendo un trabajo colectivo; lo mismo que la defensa de la ecología y medio ambiente. Pero en lugar de que el Estado aproveche esta disponibilidad de recurso humano organizado, lo ignora. 

El despoblamiento del campo debido a la migración de los jóvenes a las ciudades es una consecuencia de la poca atención que el Estado presta a este territorio. No existen escuelas técnicas adecuadas para preparar a los jóvenes en nuevas tareas ligadas al desarrollo agropecuario, al turismo, a las actividades productivas o las nuevas condiciones que demanda el mercado nacional o internacional.

Velasco destapó la olla de presión social que mantuvo el Perú hasta fines de los sesenta. De no haber tenido esa reforma agraria  —sostiene Hugo Neira en el docufilme—, Abimael Guzmán llegaba a Lima con 2 millones de indios y nadie lo paraba. ¡Quién sabe, señor! Lo que sí sabemos es que la tarea de integrar al campesino al desarrollo sigue siendo parte de la agenda país. No esperemos, pues, nuevamente, a que el caldo vuelva a hervir.