27 agosto, 2012

El vuelo de Nadine



Una vez más se ha puesto en agenda el papel de la Primera Dama en el gobierno del Presidente Ollanta Humala. Lo que ha causado revuelo es que la señora Nadine Heredia viaje al Brasil a bordo del avión presidencial integrando una delegación oficial en la que también se encuentra la ministra de Desarrollo e Inclusión Social  Carolina Trivelli.

Los críticos del gobierno han saltado hasta el techo. Cómo es posible, aseguran, que la Primera Dama utilice el avión presidencial para encabezar una delegación de quince personas al Brasil, sin ser funcionaria pública y, por tanto, no tener responsabilidad administrativa o penal por los actos que realice.

En parte tienen razón, pero no deja de ser una manera superficial e insuficiente de ver las cosas. El problema de fondo no es sobre el uso del avión presidencial a cargo de la Primera Dama. Este aspecto ha sido formal y legalmente resuelto con la incorporación de la ministra Trivelli en la delegación. No hay allí irregularidad alguna.

El avión presidencial es administrado por la Fuerza Aérea del Perú. Como su nombre lo indica, es una nave al servicio del jefe de Estado, pero basta que él lo autorice puede destinarse a otro servicio oficial público, acción cívica o incluso a una acción de carácter social como fue alguna vez el traslado de la selección peruana de fútbol.

El Boeing 737.500, además, tiene otras ventajas. Es una nave moderna, tiene seis horas de autonomía de vuelo lo que le permite cruzar el país tres veces de punta a punta sin recargar combustible. Ninguna otra nave de nuestra fuerza aérea puede hacerlo. Si el Presidente de la República dispuso que el avión traslade a la comitiva oficial al Brasil en lugar de que el viaje se realice por vuelo comercial, es un problema de estilo, no una irregularidad.

El problema que yo veo es en la función que cumple la Primera Dama. Y no por el hecho de quién es, sino por la naturaleza de las cosas. El Art. 118 Inc. 11 de la Constitución señala con claridad que “Corresponde al Presidente de la República dirigir la política exterior y las relaciones internacionales”. Quien ejecuta esta política es el Canciller de la República. Si esto es así ¿qué hace la Primera Dama en una reunión con la Presidenta de un país vecino como el Brasil? ¿Qué temas de Estado trataron? ¿Puede la Primera Dama reemplazar al Presidente de la República o al Canciller?

Lo que sabemos es que la presencia de la esposa del presidente Humala obedeció a una invitación personal que le hizo la presidenta del Brasil, Dilma Rousseff para hablar de programas sociales muy exitosos en el país vecino. Eso está muy bien. Y mejor aún si va la ministra peruana encargada de llevar adelante esas políticas. ¿Pero qué hacían entonces funcionarios del despacho presidencial en la comitiva? ¿Acompañaban a la ministra Trivelli o a la señora Nadine?

El gobierno debe ordenarse. No se puede sombrear a funcionarios de primer nivel como el Presidente y el Canciller en temas de políticas de Estado. En todo caso, debiera transparentarse las funciones de la Primera Dama, reabrir su despacho –que cerró el Presidente García–, asignarle un presupuesto  y nombrarla de una vez funcionaria pública con responsabilidades administrativa, política y funcional. Y no dejarla despachar desde un rincón de Palacio de Gobierno, camuflada en un área de Bienestar Social que ha desbordado sus funciones, gracias al talento, empuje y eficacia de la Primera Dama. Las críticas pueden venir por haber usado el avión presidencial, pero nadie duda que estamos ante una política de alto vuelo.



07 agosto, 2012

El batallar político

En política hay que estar preparado para el combate siempre. Para todo tipo de combate, en diferente terreno y con diferentes armas. No es que la política se compare con la guerra, pero sí con su principio básico. El fin de la guerra es doblegar la voluntad del enemigo. El fin de la política es neutralizar la voluntad del oponente.

Ambos persiguen ganar aunque con métodos diferentes.
La guerra genera enemigos;  la política, oponentes. Unos quieren imponer su voluntad, los otros también. Esta lucha de fuerzas y pareceres genera alianzas, rompimientos, acuerdos o desacuerdos. Genera, en última instancia, victoriosos y vencidos.
La forma civilizada de acercar las diferencias es el diálogo. El consenso es ideal, aunque la mayoría persuasiva es casi siempre la que prevalece. No se debe abusar del número. Porque las victorias de hoy pueden ser las derrotas de mañana. Mayorías y minorías son representaciones variadas, circunstanciales.
Encarar una contienda importante –una elección interna, un nombramiento, una representación–, no es cosa de última hora. Hay que prepararse con tiempo. Persuadir uno por uno, a los integrantes que tomarán la decisión.
A veces, puede incluso que haciendo con antelación el trabajo, no se corone el éxito. Como sombras que se yerguen, estarán siempre la traición y la deslealtad. Los compromisos asumidos, si no se trabajan y consolidan con premios y promesas firmes, se parten o se diluyen.
El elemento sorpresa es decisivo. Lo que menos se piensa ocurre. Eso también enseña. No estás solo. El trabajo que uno hace lo deshace otro. Es una batalla sin fin. Por eso, de las derrotas se aprende. Lo importante es no guardar rencor en el corazón y seguir actuando con fe, honor y convicción. Las batallas fuera se pueden dar y perder o ganar. Las que nunca debes rifar son las batallas internas, aquellas que sólo dependen de ti.