La Salsa llegó a mi vida con mi nuevo barrio. Entró a medianoche, envuelta
en nuestras primeras volutas de cigarro y algún trago corto de ocasión.
Los muchachos de entonces, nos parábamos en una esquina, con una
radio a seis pilas grandes, con dos parlantes incorporados, y sintonizábamos la
única radio en FM que por entonces pasaba Salsa: Radio Miraflores, primero y
Radio América después.
“Maestra Vida”, se llamaba el programa, conducido por Luis Delgado
Aparicio Porta, el popular Saravá, que acostumbraba a saludar con su clásico:
– Amigos!, Les traigo lo mejor
de la música afro-latino-caribeña-americana.
Como un acto de fe, casi todas las noches, esperábamos a medianoche
su programa reunidos en alguna de las esquinas y pasajes de las cuadras 19 y 20
de la Av. La Paz, en San Miguel.
La FM en esa época era una banda elitista, dominada por una
programación de música mayormente en inglés, mucha Nueva Ola hispanoamericana y
ritmos románticos en español.
La Salsa estaba relegada a la AM, espacio donde también se escuchaba
Música Andina, regional variada y por supuesto una nueva fusión que disputaba
el gusto popular, La Cumbia Peruana, de la que derivaría, en poco tiempo, La
Chicha.
Hector Lavoe, Willy Colón, Ray Barreto, Ismael Miranda, Cheo
Feliciano, toda la Fania All Star y por supuesto Rubén Blades formaban parte de
nuestro imaginario urbano popular latinoamericano.
Unos más salseros que otros, otros más soneros que otros, todos los
muchachos que despertamos a la adolescencia por aquellos ochentas, nos
identificábamos con este ritmo bravo, duro y cadencioso, surgido de la mezcla
de trombones, trompetas y timbales.
Teníamos feeling y
aprendimos a tener swing.
El baile, los pasitos acompasados, el movimiento de hombros y los
cambios de giro, nacieron en esas esquinas. Luego los llevamos a los bailes de
cumpleaños –muy pocos– y de allí a los salones salseros a los que solíamos ir cuando
ingresamos a la universidad: La Furia Chalaca, Latin Brothers, La Máquina del
Sabor, El Jíbaro.
Cuando vino Héctor Lavoe a Lima
–Agosto de 1986– fuimos a verlo a la Feria del Hogar. Bailamos,
cantamos, gozamos. Todos éramos Lavoe. Algunos hasta caminaban como él. El gozó como un niño.
Nunca me animé a cantar públicamente sus canciones, hasta que llegó
el Karaoke. Disculpe, maestro, pero se hace lo que se puede.
Hoy, a veinte años de su desaparición física, Lavoe sigue vivito y
sonando.
Vive no solo en nuestros corazones y recuerdos, sino en el de nuevas
generaciones que lo redescubren a cada momento.
Yo lo sigo escuchando, como cuando era joven, en esa esquina, a
medianoche, entre las cuadras 19 y 20 de La Paz en San Miguel, y desde una
radio a seis pilas con dos parlantes incorporados.
¡Salud, Héctor!, y ¡Chim Pum… Callao!