23 enero, 2023

Tiempos violentos


 

En los últimos años, la protesta social en el país, como en el resto de América Latina, ha estado vinculada a lo que se conoce como reacciones antimercado, sea que se trate de protestas por demanda de derechos (defensa de la provisión de agua, protección de los campos agrícolas) o protestas por demanda de servicios (educación, salud, agua potable, carreteras).  

 

Los paros, movilizaciones y luchas sociales en general han estado ligadas a la privatización o extracción de recursos naturales y a la exigencia de derechos económicos y sociales. Desde la década de los noventa, cuando empezó en el Perú la aplicación de políticas liberales, y aun cuando su intensidad fue variable —alguna de ellas muy duras y violentas— las protestas surgían, se desarrollaban y desaparecían encapsuladas en el ámbito subnacional.

 

Las protestas que vemos hoy en día, en cambio, han roto esa cápsula y poco a poco empiezan a tener una dimensión nacional. ¿Qué une a un poblador que protesta en Madre de Dios, en Arequipa, en Cusco, con uno de Lambayeque, Lima o Ica? Es difícil encontrar una causa. Hay multiplicidad de ellas. Hay razones políticas, sociales y económicas, culturales, pero el nervio que articula todas ellas es político.

 

No es un movimiento de pueblos originarios que busca conquistar el poder. No estamos ante un aumento o “nueva escala de la protesta” (McAdam, Tarrow &Tilly, 2001), en el que casos aislados se convierten en crecientes corrientes de movilización, protestas a nivel nacional, de vinculaciones étnicas, como las ocurridas en países vecinos como Ecuador y Bolivia (Arce, 2015). 

 

Tampoco se trata de “pueblos originarios alzados”, de inspiración separatista. Son más bien masas rurales campesinas y urbano populares empobrecidas secularmente, indignadas por una serie de acontecimientos diversos, que van desde un Estado ausente, pasando por un mercado desequilibrado y un futuro sin esperanza que se siente lejano y ajeno. Es, en suma, una violencia política que se retroalimenta del rechazo al establishment político.

 

El descontento popular de insatisfacción se enhebra además con la respuesta política de un sector importante de la sociedad (30 % en promedio nacional,  40 % en las zonas rurales) que defiende a Pedro Castillo, que lo siente uno de ellos, que cree que la presidenta Dina Boluarte lo ha traicionado; y que ve el golpe de Estado de Castillo no como un acto autoritario de ruptura de la democracia, sino como la respuesta de un hombre asediado, acorralado, al que no lo dejaron gobernar.

 

Las marchas sin fin, que vemos desde hace dos meses, reflejan el low level de las instituciones democráticas para un sector de la población. Somos una democracia de baja intensidad que para una mayoría solo está en la superficie de la sociedad, en Lima y algunas ciudades, sin que haya penetrado en el tejido social del llamado Perú profundo. 

 

Son tiempos violentos en los que ha colapsado el sistema de representación. El país estalla ante un inexistente sistema de partidos políticos. Ni los congresistas, ni los gobernadores, ni los alcaldes, logran canalizar la protesta social o siquiera establecer puntos de inicio de conversaciones. Y no pueden hacerlo porque la gente tampoco confía en ellos.

 

Estamos recogiendo los resultados de la falta de confianza institucional y personal que padecemos los peruanos. Ojalá encontremos pronto los espacios de diálogo y los interlocutores necesarios para salir de este estado de barbarie en el que estamos, y nos sentemos a procesar nuestras diferencias. No podemos aceptar que Lima siga siendo asediada por oleadas.

 

Si la violencia continua y el Gobierno no es capaz de detener la espiral de violencia, y cada vez se muestra más débil para devolver el orden y la tranquilidad pública que el país necesita, entonces, la renuncia de la presidenta Boluarte debiera ponerse sobre la mesa. Antes, por supuesto, tiene la posibilidad de quemar el fusible general para evitar que se incendie toda la casa.




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Foto: Víctor Ch. Vargas

02 enero, 2023

Diálogo democrático

El diálogo es consustancial a la democracia. Es el mecanismo mediante el cual las civilizaciones procesan sus desacuerdos, dirimen posiciones y alcanzan acuerdos. Es uno de los pilares de las sociedades modernas, que permite la convivencia social. 

 

No hay diálogo en una autocracia. Al romperse el principio de separación de poderes no hay con quién dialogar. La concentración del poder anula el diálogo entre las partes, pero también con la ciudadanía. Aparece el monólogo.

 

Los filósofos encontraron en el diálogo el mecanismo para ejercer de manera libre la defensa de una posición. El lenguaje desbroza el camino. La argumentación razonada da paso al debate y luego al consenso o disenso pacífico. Si el diálogo se rompe puede dar paso a la violencia. 

 

Por eso, es saludable que en medio de la crisis política que atravesamos se haya convocado a un diálogo en el Acuerdo Nacional. Este es un espacio para debatir los grandes objetivos nacionales, pero en ocasiones de emergencia, como las que pasamos, sirve de foro para proponer y encontrar una agenda mínima. 

 

El intercambio de opiniones entre individuos y colectividades es necesario, sobre todo en un país donde el sistema de partidos políticos colapsó hace por lo menos tres décadas. Sin estas correas de transmisión, el diálogo encuentra otras vías, surgen nuevas colectividades que representan intereses grupales, sectoriales, gremiales, religiosos, muchas veces contrapuestos, a los que también se debe escuchar.

 

La finalidad de la política es regular esos intereses de grupo y otros, no para evitar el conflicto, sino para asumirlo, procesarlo y encontrar solución a las controversias y los desacuerdos. Si la política es la respuesta colectiva al desacuerdo, el diálogo es el mecanismo para lograr que la política dé resultados.  

 

Por eso, en política, la finalidad del diálogo no solo debe permitir que los grupos en conflicto se expresen, sino que lleguen a acuerdos, pacten compromisos realizables y los pongan en práctica. Nunca más firmar acuerdos de mesas de diálogo para levantar la medida de fuerza, que luego se incumplen.

 

El diálogo político, asumido entre posiciones discordantes, o aún contrapuestas, para ser efectivo debe ser democrático y estratégico. Es decir, ser una práctica democrática y tener una finalidad clara. No un momento, sino una característica de gobernar. Dialogo, luego gobierno.

 

Mediante el diálogo se disipan las tensiones producto de la exclusión, la fragmentación o la violencia. Fortalecer el sistema democrático implica, por eso, ejercerlo con tolerancia, realismo y concreción, como expresión sincera y permanente de hacer política.

 

 

* Magister en Ciencia Política.


Artículo publicado en el Diario El Peruano, 2 de enero de 2023.