Trabajé para Javier Diez Canseco, pero creo que él no lo supo nunca.
O quizás sí. Nunca lo sabré, en todo caso. Javier se ha ido peleando su última
gran batalla, encarándola, como toda su vida lo hizo: su batalla contra el
dolor. El dolor que genera el cáncer.
Digo que trabajé para él porque tuve –allá por la segunda mitad de
los ochentas– mi primera práctica remunerada en el Semanario Amauta que él
dirigía. Por aquel entonces, había sido seleccionado entre un grupo de
finalistas del curso de fotografía del profesor Ernesto Jiménez en San Marcos,
y llevado, como premio, de practicante a la revista Amauta; clasista y
combativa revista del Partido Unificado Mariateguista, el PUM, el partido que
lideraba Javier.
Amauta era un órgano de prensa partidario que combinaba la opinión
política con el periodismo de interpretación. Era un semanario de parte, que no
ostentaba de hacer prensa objetiva, sino, todo lo contrario, prensa combativa.
Mi jefe de Información era Santiago Pedraglio y cuando a los pocos
meses pasé de fotógrafo a redactor mi jefe de Redacción fue Carlos Iván
Degregori, así que un pinche redactor como yo no tenía contacto con el
director. Por eso digo que no sé si él realmente supo que yo estaba trabajando
para él y su revista.
Pero lo observé y admiré a la distancia.
Siempre me impresionó su forma directa y franca de encarar las
cosas. Su valentía para pelear por los más pobres. Y la utopía perpetua de una revolución. Tenía la mirada
franca, penetrante, de águila; aunque también, algunas veces, triste. Mucho
tiempo después, en algunas comisiones, lo vi llorar tras sus gruesos cristales,
cuando escuchaba o narraba tesitimonios de violaciones horrendas a los derechos
humanos.
Javier conoció la pobreza en vivo y en directo de joven. La vio
pasar en una improvisada caja de madera que cubría el cuerpo de un puneño
pobre, muerto. El recién había llegado como muchos estudiantes lo hicieron en la década
del sesenta cuando Belaúnde llamó a los jóvenes a idendificarse con su país
viajando para internarse y trabajar en las provincias más alejadas. Javier fue
a Puno. Y esto, creo, le cambió la vida.
Cuando terminó la experiencia de Amauta pasé a La República y desde
aquí lo seguí en diversas jornadas, dentro del Congreso y fuera de él. Lo vi en
foros, reuniones, mítines y marchas. En estas últimas, siempre a la cabeza, sin
importar para nada el impedimento físico que tenía en la pierna, secuela de la
polio que lo atacó de niño.
Un día, en una de las tantas jornadas contra la dictadura, lo vi
incluso sostenerse en pie sobre su pierna lesionada, agarrarla con una mano para
mantenerla firme y lanzar una patada a la policía que le cerraba el paso. Así
de osado era Javier, aún a costa de su propia salud.
Nunca milité en la izquierda, así que no podría decir que me alejé
de ella. Aunque mis convicciones se fueron más bien definiendo y abracé el
proyecto politico de Perú Posible. En estas nuevas circunstancias, apenas hace
unos meses, trabajando ya con el Presidente Alejandro Toledo, me cupo conocer
la enfermedad de Javier. Desde hacía años, un cancer lo había atacado
silenciosamente -como suele ocurrir con esta enfermedad traicionera-, y recién
ahora se manifestaba.
Le comenté a Toledo la información que el propio Javier había hecho
pública a través de un comunicado y Alejandro lo llamó de inmediato. Fui
testigo de la conversación que se filtraba por los parlantes del celular.
Alejandro se interesó sobremanera por la salud de Javier. Le dijo
incluso que llamaría -si Javier estaba de acuerdo- al Dr. Elmer Huertas en
Washington para que viera personalmente su caso y le recomendara el mejor
tratamiento.
Javier le agradeció la ayuda y le pidió el teléfono del Dr. Huertas.
También lo autorizó para que hablara con él. Apenas colgó, Alejandro llamó a
Elmer Huertas. Hablaron sobre las posibilidades de tratar el caso de Javier y
de ser necesario trasladarlo incluso a los Estados Unidos.
No supimos más sobre las gestiones realizadas. Hasta hace dos días,
cuando Carlos Monge comentó en su Twitter que la salud de Javier se había
agravado. Le volví a comentar a Toledo el tema y de inmediato llamó nuevamente a
Javier.
Esta vez no pudo conversar con él. Intentó dos veces más hasta que dejó
un mensaje en la grabadora: “Javier, si puedes, por favor llámame, necesito
hablar contigo, eres un hombre valioso para el Perú. Fuerza Javier”. A las
pocas horas, supimos la ingrata noticia.
Como he leído en varios mensajes, no hay explicación para entender
por qué la muerte se lleva a los hombres buenos, íntegros, leales a sus principios.
Parece injusto.
Quizás sea para recordarnos a los que quedamos aquí en la tierra que la vida y la muerte son solo circunstancias de tiempo.
O quizás para enseñarnos con su muerte.
Para llamar nuestra atención sobre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto.
Para que ante la pérdida material irreparable, su ejemplo se reproduzca en otras mentes, en otras actitudes, en otras personas, cientos, miles, millones de veces.
Quizás sea para recordarnos a los que quedamos aquí en la tierra que la vida y la muerte son solo circunstancias de tiempo.
O quizás para enseñarnos con su muerte.
Para llamar nuestra atención sobre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto.
Para que ante la pérdida material irreparable, su ejemplo se reproduzca en otras mentes, en otras actitudes, en otras personas, cientos, miles, millones de veces.
Quizás entonces, su sueño y el de todos los hombres buenos, de un
mundo de paz, justicia, sin pobreza y equidad, se pueda cumplir.
Descansa en paz, amigo Javier.
Descansa en paz, amigo Javier.
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