1995.
Ingresé de manera anónima y silenciosa a Caretas. A través de notas que enviaba
de manera silente, firmadas, pero, dejadas en la puerta, impresas y grabadas en
un diskette. Se las enviaba a Marco Zileri, quien se las pasaba a Raúl Vargas para
que las revisara y editara, quien a su vez se las pasaba a Enrique Zileri antes
de ser publicadas. No estaba aún en la revista, era un colaborador externo, de
manera que no pasé en esos primeros momentos por la moledora de carne que contaban
algunos era a veces enfrentar a Enrique Zileri. Publiqué una vez y me llamaron
para que enviara otra nota, luego otra y otra. A la quinta colaboración me
preguntaron ¿tienes más?. Como dije que sí, pasé a ser colaborador permanente
con un escritorio en el tercer piso, junto a Sergio Carrasco, Enrique Narro,
César Lévano y el propio Raúl Vargas. Fue entonces que conocí a Don Enrique. Fue
él quién me invitó a entrar a la cocina de edición, los jueves para proponer
temas y los martes para cerrar la revista. Los cierres eran feroces. No salías
sino hasta el miércoles al mediodía, luchando con tus ojos para que la luz del
día no te hiriera. El ritual de subir a la azotea por un caldo de gallina madrugador
y los descansos y desfallecimientos, tirados en los muebles de visita, eran
parte de la naturaleza muerta en que por momentos se convertía la revista.
Enrique se desplazaba en ese ambiente como un lobo sediento y ansioso de
noticias bien contadas. Que tuvieran fotos, además. "Sin fotos no hay
nota", decía, tronaba, renegaba, dependiendo de su humor. Británico o arequipeño.
Miel y hiel casi al mismo tiempo. Era entretenido verlo leer y corregir. Espíritu
de corrector obseso. Los textos tienen música, decía. Hay una cadencia. Las palabras
marcan el ritmo. Los puntos y comas, el compás. Escribes como para una partitura.
Me gusta esto. Suena bien. Y listo, subías a diagramar tu nota. Si realmente le
caías bien, se quedaba a conversar contigo, hasta casi olvidarse de entregarte
la nota. Hablaba pausado, cuidando, hilvanando, las palabras. Terminaba con una
frase hilarante, que remataba su pensamiento. Siempre vivo y burbujeante. Adiós
Don Enrique, se le extrañará.
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