25 agosto, 2014

Enrique Zileri +


1995. Ingresé de manera anónima y silenciosa a Caretas. A través de notas que enviaba de manera silente, firmadas, pero, dejadas en la puerta, impresas y grabadas en un diskette. Se las enviaba a Marco Zileri, quien se las pasaba a Raúl Vargas para que las revisara y editara, quien a su vez se las pasaba a Enrique Zileri antes de ser publicadas. No estaba aún en la revista, era un colaborador externo, de manera que no pasé en esos primeros momentos por la moledora de carne que contaban algunos era a veces enfrentar a Enrique Zileri. Publiqué una vez y me llamaron para que enviara otra nota, luego otra y otra. A la quinta colaboración me preguntaron ¿tienes más?. Como dije que sí, pasé a ser colaborador permanente con un escritorio en el tercer piso, junto a Sergio Carrasco, Enrique Narro, César Lévano y el propio Raúl Vargas. Fue entonces que conocí a Don Enrique. Fue él quién me invitó a entrar a la cocina de edición, los jueves para proponer temas y los martes para cerrar la revista. Los cierres eran feroces. No salías sino hasta el miércoles al mediodía, luchando con tus ojos para que la luz del día no te hiriera. El ritual de subir a la azotea por un caldo de gallina madrugador y los descansos y desfallecimientos, tirados en los muebles de visita, eran parte de la naturaleza muerta en que por momentos se convertía la revista. Enrique se desplazaba en ese ambiente como un lobo sediento y ansioso de noticias bien contadas. Que tuvieran fotos, además. "Sin fotos no hay nota", decía, tronaba, renegaba, dependiendo de su humor. Británico o arequipeño. Miel y hiel casi al mismo tiempo. Era entretenido verlo leer y corregir. Espíritu de corrector obseso. Los textos tienen música, decía. Hay una cadencia. Las palabras marcan el ritmo. Los puntos y comas, el compás. Escribes como para una partitura. Me gusta esto. Suena bien. Y listo, subías a diagramar tu nota. Si realmente le caías bien, se quedaba a conversar contigo, hasta casi olvidarse de entregarte la nota. Hablaba pausado, cuidando, hilvanando, las palabras. Terminaba con una frase hilarante, que remataba su pensamiento. Siempre vivo y burbujeante. Adiós Don Enrique, se le extrañará.

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