“Yo nunca me río
de la muerte.
Simplemente
sucede que
no tengo
miedo
de
morir...”
- Javier Heraud, El Viaje.
Escucho al médico internista en RPP y vuelvo a pensar en ella.
Es difícil hacerlo cuando directamente no te ha golpeado o cuando lo hizo estabas como ausente.
De niño sentía su presencia cada noche.
Pensaba que se llevaría a mi madre y eso me producía una gran tristeza.
Un hueco en el pecho me atravesaba de palmo a palmo.
No quemaba. Dolía.
El dolor del corazón es el dolor de la oquedad.
A los doce años la vi a los ojos. Un auto casi me atropella, pero me salvó el instinto y la adrenalina acumulada en mis piernas que me hicieron correr, mientras el auto quemaba llantas, resbalándose en la calzada.
A los quince años visitó a uno de mis amigos.
Entonces, la conocí. Y pude sentir el dolor en el dolor ajeno.
Pensaba, si ayer nomás fuimos a verlo al hospital.
Estaba en pijama. Un pijama grande para su cuerpo esmirriado.
Hicimos una travesura y nos escapamos de las enfermeras.
Nos llevó a un sótano, y luego a otro.
“Aquí vienen todos”, nos dijo.
“Los dejan en una cámara fría como una refrigeradora”.
—¿Tienes miedo?, preguntó.
—No, dije. Tengo pena.
—Ah, tienes miedo, miedo, ja, ja, ja, ja.
—¿Y tú?
—Ayer trajeron a uno de mis amigos del pabellón. Se lo llevaron a operar y no regresó. Casi nadie regresa. Tenía miedo. Yo no.
El día de su muerte estaba a punto de ir al colegio. El uniforme gris, pantalón y chompa plomo derretido, era lo más cercano que tenía al luto.
Sentí el dolor en el dolor de su madre, que encaneció en un segundo.
El tiempo pasó y fuimos creciendo.
Pero cada vez que pasaba su madre a comprar al mercado, ella nos veía en silencio, con una mezcla de tristeza y resignación, como si una parte de su vida se hubiera ido ese día con su hijo.
Muchos años después, pero muchos años después, murió mi abuelo. Mi corazón había dejado de ser de niño. Entendía la muerte como algo natural. Mi abuelo vivió su vida y se fue sin molestar a nadie.
Un día se durmió y no despertó más.
He sentido luego otras muertes. Muertes cercanas, como la madre de mi amigo. Mi suegra. Otro amigo de infancia. Y muertes lejanas, muchas muertes lejanas.
Hoy ella se pasea por todos lados.
Flirtea, acecha, atrapa.
¿Qué pasará cuando la tenga que mirar a los ojos?
¿Qué pensará el médico cuando tenga que decidir?
Quizás no diga nada. Y no tenga miedo.
O quizás piense en la segunda estrofa del poeta:
“Yo no me río de la muerte.
Pero a veces tengo sed
y pido un poco de vida”.
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