“Soy un pésimo anfitrión: no conozco restaurantes, huariques ni chiringuitos donde preparan el mejor cebiche o el ají de gallina con la receta de la abuela (mi abuela, por cierto, no cocinaba)… Mis restaurantes favoritos son de los de pasta y creo, honestamente, que la comida peruana es indigesta y poco saludable. Casi sin excepción se trata de un petardo de carbohidratos al cubo…” (Ivan Thays, escritor/Vano Oficio)
No debe extrañar que alguien que no conoce huariques con lo mejor de la comida peruana, pero, sobre todo, alguien que no tuvo una abuela que le cocine, hable así –como Ivan Thays– de sus gustos o disgustos culinarios.
La cocina es el refugio de la familia. Fue así desde la cueva. El grupo humano se reunía alrededor del fuego para cocer los alimentos y compartirlos.
La cocina por eso es punto de encuentro. Es un espacio íntimo, familiar.
Quien no ha tenido una cocina bulliciosa en casa puede que sea un ser más huraño y desaprensivo.
La cocina tiene también la personalidad de quien la regenta. La más placentera, la más cálida, es la cocina de la abuela.
Sea de leña, a gas o eléctrica, el fogón de la abuela aviva siempre los apetitos más profundos, aquellos que anidan en nuestros primeros años.
La cocina, por eso, está asociada a nuestros recuerdos.
A los momentos felices que pasamos de niños, hurgando en las ollas después de jugar un partido de fútbol o al regresar de la piscina con un hambre de tiburón.
La cocina nos devuelve a la infancia, cuando los aromas del horno nos dibujaban un pastel en la cabeza y esperábamos con ansias verlo salir para pellizcarlo antes que se enfríe.
La cocina, la buena cocina de casa, digo, -qué otra puede ser- nos remonta a los primeros momentos de la vida.
Si alguien tuvo una abuela que no cocinaba, ¿qué recuerdos felices puede almacenar asociados al placer de comer?
Porque el éxito en la comida de un restaurante, al menos de los huariques o points, como se les dice ahora, no está en vender nuevos sabores, sino en recuperar y ofrecer aquellos que conocíamos cuando niños, cuando todo era felicidad.
Un buen restaurante es aquel en el que encontramos un plato de nuestra infancia que nos haya hecho felices en ese momento; que nos evoque la sazón de nuestra madre o la mano de la abuela.
Comer bien es comer como en casa. Es un viaje al pasado en el que de una cucharada recuperamos la felicidad extraviada. Como le ocurrió al fruncido crítico gastronómico al probar el plato emblemático de Ratatouille.
Comer es un Dejau Vu a la infancia. Si no se tiene esas sensaciones de pequeño, difícilmente se podrá apreciar el sabor de un buen plato preparado por la abuela. Será como comer un calamar seco y no mojado en su tinta, asentado con un buen tinto. Porque, en definitiva, somos lo que comemos.
04 febrero, 2012
Somos lo que comemos, Ivan
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