Mi segunda profesora tenía los ojos azules y un cuello largo como un
cisne. Me enseñó a sumar y restar, pero principalmente me enseñó lo que uno
puede sentir por una mujer. Era suave, ordenada, limpia y amable. Usaba una
agua de baño que aún hoy me lleva a esa etapa feliz de mi vida en la que
adoraba verla darse vuelta, escribir en
la pizarra y admirarla por todos lados.
Mi tercer profesor padecía de migrañas permanentes que lo hacía
cerrar los ojos, recostado al fondo del aula, mientras nos escuchaba leer en voz
alta, parados en frente. Masticaba Antalginas todo el tiempo, sin
botar las envolturas al piso. Pero jamás se quejó de nosotros. A él le debo mi primera intervención en medios. En cuarto de primaria gané un concurso
redactando una carta para convocar a la comunidad de San Miguel a colaborar con
terminar la construcción de nuestra escuela. La titulé un ladrillo para mi
colegio. Gané en redacción, pero cuando hicieron la prueba de lectura, mi voz
no le gustó al jurado. Entonces, le dieron mi carta a un alumno de quinto de
primaria. Mi profesor que aún tenía restos de Antalgina entre los dientes, me
defendió señalando que era injusto que el ganador de la carta no pudiera leer
su trabajo a la comunidad solo porque tenía “voz de niño”. Terminé en la cabina
de grabación de Radio Tigre, para felicidad de mi madre que me escuchó por
primera vez en una radio, mientras planchaba.
Mi cuarta profesora enseñaba literatura. Aprendí algunos nombres,
fechas y estilos literarios, pero lo más importante es que nos enseñó a amar la
lectura. Fue la época en que dejé la televisión por los cuentos y novelas. Ya
había tenido encuentros con Selecciones Readers Digest, Julio Verne, Esopo y
Samaniego, pero descubrir a Becquer, Neruda y Dario en plena adolescencia,
cuando los primeros escarseos del amor, fue una revolución en la cabeza y el
corazón.
Mi quinta profesora me enseñó historia, mientras se mantenía
despierta, porque el sueño la vencía, creo yo, porque estudiábamos en horas de
la tarde, después del almuerzo, y a su edad, la digestión necesitaba de un
reposo. Cuando estaba lúcida enseñaba con pasión. Narraba los sucesos
históricos como si fueran pedazos de pelíciulas de acción. Yo la escuchaba
atentamente y sabía que cuando decía “lean de tal a tal página” era porque le
ganaba el sueño. Pestañeaba, cabeceaba y a veces hasta roncaba. Todos
aprovechaban para chonguear, pero, la verdad, yo leía. Me enseñó a amar la
historia.
Mi sexta profesora me enseñó matemáticas de una manera tan sencilla
que hasta ahora recuerdo el Teorema de Pitágoras y puedo resolver sin esfuerzo
problemas de algebra con tres y cuatro variables, potencias, raíces, y
operaciones con números reales. Pero me enseñó que a pesar de que uno puede
amar su profesión, el cariño a la tierra y a la vida es más. Después de
dedicarse por muchos años a la enseñanza de la matemática, estudió una segunda
carrera y volcó todo el amor que no pudo darle a sus propios hijos - no pudo tenerlos-, a los niños
especiales de Cusco. Yo le ayudaba a hacer los materiales y cuadernos de
trabajo para sus primeras prácticas. Un día, dejó su puesto en nuestro colegio
y se fue a vivir a Cusco. Allí la encontré años después y lloró cuando le conté
que había ingresado a la universidad y que estaba trabajando como periodista.
Mi séptimo profesor me cambió la vida. Yo pensaba que podía ser
escritor, médico, ingeniero, militar, arqueólogo o astronauta. Es decir todo y
nada a la vez. Era la etapa de la adolescencia, de los barritos en la cara, las
fiestas con luces y la tortura de decidir cómo va uno a enfrentar la vida. Un
día, entró al salón. Tenía unos mostachos enormes y unas gafas que le cubrían
la mitad de la cara. Nos miró de hito en hito y nos dijo que era dirigente sindical
que pertenecía al Sindicato Unico de Trabajadores de la Educación Peruana
(SUTEP), y que probablemente iba a faltar a veces a clases porque tenía
licencia y porque su deber era defender a sus colegas y lograr mejoras y
reivindicaciones largamente postergadas. Nos dijo que no nos preocupáramos por
comprar textos escolares porque él usaría todo el año un librito que todos
podíamos adquirir “sin afectar la economía familiar”. Dijo que era un librito sobre un nuevo contrato
social que habíamos alcanzado los peruanos después de vivir más de doce años de
dictadura militar. Era la Constitución
Política del Perú. Un folleto que podíamos adquirir en cualquier kiosko del
Parque Universitario, donde encontraríamos la definición de los derechos
fundamentales de la persona, la manera en que estaba organizada el Estado y las
responsabilidades del gobierno y sus diferentes poderes. Me cambió el chip. El
profesor hablaba de deberes y derechos, de ciudadanía y democracia, de
elecciones libres y partidos políticos. Hablaba de la manera en que los hombres
libres deciden su organización social. Faltó muchas veces, por licencia unas, y
porque se escondía de agentes de Seguridad del Estado que lo perseguían, otras.
Pero entendí con claridad lo que significaba el curso de Educación Cívica. Y le
agradezco por eso. Me preparó para cuando salí del cole y me convertí en
adulto, un ciudadano de mi país.
Feliz Día a todos los maestros del Perú.
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