06 febrero, 2016

Política ficción en tres actos y un epílogo


(I)

La Universidad Complutense, usando su procedimiento administrativo más largo, no entrega su informe antes del 10 de abril y la campaña sigue su curso. Conforme pasan las semanas, ni las pruebas adicionales que siguen apareciendo, ni los informes periodísticos en contra, comentarios burlones y apanado en redes sociales, logran hacer desistir al candidato de Alianza para el Progreso de sus pretensiones de ser presidente de la República.

Acuña no solo no renuncia, sino que –contra todo pronóstico– su candidatura sigue subiendo, pasa a la segunda vuelta con Keiko Fujimori; logra victimizarse y dándole vuelta a la estigmatización de Dr. Xerox, que para entonces ya tiene, y sin que La Complutense aún se pronuncie, gana a la representante de Fuerza Popular. Aunque parezca increíble, para esta segunda vuelta, su estrategia victoriosa de campaña, la toma de la máxima industrial de los propios ancestros de su competidora: copiar, igualar, superar.

(II)

Acuña convoca entonces a la unidad nacional. Afirma que hará un gobierno para todos los peruanos, sin odios ni rencores, de ancha base, el Perú primero y bla, bla, bla. Usa toda la monserga retórica democrática de los últimos cincuenta años. Hurga y roba pasajes enteros de discursos clásicos de Haya de la Torre, Juan Domingo Perón, Benito Juárez, Salvador Allende, pero ya nada importa. El estilo es el hombre. Además se defiende: las ideas no son de quién las dice, sino de quién las necesita.

En plena conformación de su gabinete, el flamante presidente electo es sorprendido con el informe de la Universidad Complutense. No hay dudas. Obvio. Hay plagio. La universidad lamenta lo sucedido y a partir del Caso Acuña incorpora el uso de software como etapa previa a la designación del comité asesor de tesis universitarias en sus tres grados: bachiller, magister y doctorado. El presidente electo, recurre al JNE. No hay causal para impedir su juramentación.

(III)

El 28 de julio del 2016 el presidente de la República, César Acuña Peralta, toma juramento de su cargo. Lo hace en medio de una batahola iniciada, liderada, por la bancada mayoritaria del Congreso en manos de Fuerza Popular, pero acompañada por el resto de bancadas que de inmediato conforman el bloque opositor. No han pasado dos horas y se presenta una moción multipartidaria argumentando violación del Artículo 113 Inc. f de la Constitución: vacancia presidencial por incapacidad moral.

No hay forma de detener el procedimiento. El presidente es expectorado del cargo. La primera vicepresidenta Anel Townsend duda al comienzo, pero al ver la renuncia de su segundo vicepresidente, Humberto Lay, decide dar una pelea en serio para mantenerse en el puesto. Su argumento cobra sentido. Resulta que en el Congreso, la primera mayoría ha logrado colocar como presidente de ese poder del Estado al congresista más votado de sus filas: Kenji Fujimori. La sucesión democrática indica que si cae todo el Ejecutivo, el gobierno queda en manos del presidente del Congreso. El argumento de Anel es sólido. El remedio puede ser peor que la enfermedad.

(Epílogo)

El desenlace no es para nada original. Es una burda copia de la solución que encontró la democracia peruana el 2000 cuando el presidente en ejercicio, Alberto Fujimori, renunció por fax desde el Japón. El presidente del Congreso, Kenji Fujimori, renuncia a su cargo para dejar en línea de sucesión al primer vicepresidente, un congresista novato, anodino, medio sonso, puesto allí ex profeso, y que –cómo no– se compromete a convocar de inmediato a nuevas elecciones generales en el plazo máximo de ocho meses. El Perú no será Macondo, pero puede ser peor; un país donde la realidad supera siempre a la ficción. O cuando menos, la imita.




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