(I)
Antes de conocer en los libros a la Mamaé de La Señorita de Tacna, conocí en la vida
real a MamaInés, la mamá de mi amigo Raúl. También venía del sur, pero de más allá; de Chile. Y estaba casada con un estibador chalaco a quien conoció en
el Puerto de Antofagasta o Iquique, se enamoró de él y se vino al Perú para
formar una familia, luchar a brazo partido por ella y quedarse en estas tierras
hasta sus últimos días.
En la casa de MamaInés, pasé algunas de las
mejores navidades, cuando niño. En la mía, la Navidad era casi como una noche
cualquiera. Mamá trabajaba en casa hasta tarde, yo la ayudaba, y cuando la
noche rendía, ella prefería ir a dormir temprano para continuar trabajando al
día siguiente.
No es que fueran tristes mis navidades. No lo
eran. Para nada. Yo era feliz viendo a mamá preparar la cena navideña y
arreglar con tanto esmero la mesa de otros. Me gustaba ayudarla a pesar la
harina, la mantequilla, todos los ingredientes para hacer los queques de anís, de
chocolate, de pecanas; disfrutaba adornar el árbol y escuchar música de navidad
interpretada por orquestas sinfónicas, pero, pensaba siempre, que todo eso era
trabajo y no reunión familiar.
¿Qué es la navidad?, me preguntaba. ¿Qué
exactamente significa?, ¿Cómo será una cena de colores, sentados, todos, en una
mesa?
Con más preguntas en mi cabeza que
respuestas, esperaba a que mamá se fuera a dormir para salir a la calle y estar
con los amigos. La luz mortecina de los postes era perfecta porque así la noche
era más intensa. En esa oquedad profunda, las luces de navidad de las casas
brillaban como estrellas.
Una de esas tantas navidades, mi amigo Raúl,
el hijo mayor de MamaInés, me invitó a pasar la nochebuena en su casa. Él no lo
sabe, pero me dio uno de los regalos más lindos que he tenido. Me abrió las
puertas de su familia y me sentó en su mesa de colores.
Aún recuerdo a su padre metido en la cocina,
compartiendo con MamaInés, su esposa, la cena navideña. No solo había pavo.
Como hombre de puerto, Raúl papá traía unos pejerreyes frescos con los que
preparaba unos enrollados con tocino, embadurnados en huevo y harina, que eran
un manjar de los dioses. Mientras, MamaInés aderezaba el pavo y preparaba la
ensalada, el puré de camote o manzana. Raúl papá también preparaba diversidad de
cocteles, especialmente un ponche batido que ese día estaba permitido que los
niños bebiéramos, no mucho, lo suficiente como para no olvidar su sabor a
caramelo, canela, leche, chocolate y un chorrito espirituoso.
MamaInés tenía todo en orden. Los platos iban
saliendo conforme se acercaba la nochebuena. Los panetones se cortaban en cruz,
para que se multiplicaran las piezas. Mi amigo Raúl y su hermana Angela
ayudaban a poner la mesa y, en determinado momento, subían a sus cuartos a
cambiarse y bajar bien peinados.
En la cena, hablábamos de cosas cotidianas,
cosas del colegio, del barrio, mientras los platos iban y venían; al fondo la
televisión nos iba contando que en otros lugares del mundo ya la navidad había
comenzado y en otros ya había terminado. En nuestro pequeño planeta San Miguel,
la navidad estaba en pleno desarrollo. A las doce en punto, se descubría al
niño en el Nacimiento y Raúl y su hermana corrían al árbol esperando abrir sus
regalos. Yo llevaba el mio. Y cuando no llevaba era porque lo traía puesto, alguna
camisa, polo, pantalón o zapatillas.
(II)
Terminada la cena, salíamos al barrio a
recorrer sus pasajes. Esa noche, las cortinas de las casas se abrían de par en
par; las salas relucían. Adentro, las familias disfrutaban, cada quien a su
manera, los potajes y dulces de la navidad. Poco a poco, los chicos del barrio
nos juntábamos e ibamos haciendo mancha.
Raúl, Alfredo, Negro, Octavio, Cholo, Nano, Pablo,
Lalo, Kike, Carlos, Willian, Raúl y Rubén Oscátegui; Oswaldo y su hermano Carlos, un rato nomás. Nosotros encendíamos cohetecillos. Los más grandes reventaban sus
rata-blancas. Y los más pequeños, hacían piruetas con sus chispitas. Los
adultos descorchaban vinos o destapaban cervezas. En algunas casas, se
organizaban fiestas, venían primos y primas de otro lugar, y era una buena
oportunidad para descubrir que nuestros corazones no solo se emocionaban por un
partido de fulbito o por una buena película. Despertaban nuevas sensaciones.
Nada inconfesable. Todo natural.
De cuando en cuando, pasábamos por la casa de
Raúl y su mamá seguía en pie. Su papá en el televisor. Y ella ordenando las
cosas. Al vernos, ¿más panetón chicos? y nosotros ¿sobró Ponche?
Cada año que pasaba fue así. Se hizo
costumbre. Alguna vez, MamaInés me preguntó por qué no estaba a las doce en mi
casa. Por qué no pasaba navidad con mi mamá. Y le conté que a esa hora mi mamá
dormía. Que nosotros cenábamos temprano, como en cualquier otro día de la
semana, y que mi madre y mi tía dormían temprano porque al día siguiente tenían
que trabajar.
—Ella los quiere mucho. Se sacrifica por
ustedes—, me dijo.
Y así era.
(III)
El tiempo pasó.
Todos crecimos. El niño que llevábamos dentro
dio paso a los hombres que somos ahora. La vida nos llevó por cursos diversos.
No hemos llegado a la playa aún, pero vaya si hemos recorrido valles y surcado
cañadas, hondonadas. En algunos serpentines, hemos dejado parte de la piel. En
los meandros, hemos descansado. Pero seguimos avanzando.
He pasado muchas navidades después. Formé mi
propia familia. Vinieron los hijos y con ellos llegaron sus risas, sus ojitos
vivaces esperando los regalos. He celebrado con mi madre, quien hace mucho que
ya no trabaja, pero sigue haciendo las mismas cosas que siempre hizo. Es como
si su cuerpo solo hubiera aprendido a trabajar. Es curioso, pero le cuesta
trabajo descansar.
He tenido navidades alegres, muchas navidades
alegres, a veces también me he entristecido. Me ha tocado trabajar en navidad.
He caminado por calles iluminadas, pero he reparado más en las noches oscuras.
He buscado las estrellas. Y cuando no las he encontrado, me las he imaginado.
Entonces, he visto una lluvia de ellas y he pensado que en diversas partes del
mundo hay también gente mirando esas mismas luces. Y he querido conocerlas.
Sin proponérmelo, el cuidado, la preparación
y el horneado del pavo es mi trabajo. Tengo mi técnica para ello y año a año la
voy refinando. El árbol que hasta el año pasado armaba, este año no ha sido
posible hacerlo. Y mucho me temo que no lo haremos más. Al menos, no hasta que vengan
más niños. Si vienen. Mientras tanto, el pino de mentira descansará en el
desván con sus eternas hojas verdes.
(IV)
Han pasado tantos años. Son muchas navidades
las que he vivido. Y sobrevivido. Pero, por más que pasa el tiempo, veo con
claridad los pasajes breves de la vida breve de niño. No se borran. Al
contrario, se fijan como corales a la piedra.
Siento como si fuera ayer el aroma de mar de
la Costanera y el murmullo de las piedras que golpea y arrastra el mar. Veo a
mis amigos esperando a que llegue el nuevo día para salir al alba, en la hora
azul, a buscar los restos de cohetecillos que no reventaron y hacer con ellos
castillos o mechitas peligrosas.
Los veo con sus ropas nuevas, sus rostros
felices, sus pensamientos buenos.
Aún veo a MamaInés invitándome a pasar. Una
señora buena, un alma generosa, una mujer con un gran prodigio para las
matemáticas. Sabía sumar y multiplicar de memoria varias cifras. Llevaba las
cuentas mentalmente y cuando aprendimos a jugar con los números nos retaba a
seguirle los pasos.
El tiempo no ha podido borrar de mi memoria
ni los momentos, ni los gestos de todas las personas que conocí y con las que
pasé algunas de las noches más felices de la navidad.
Los años se suceden y caen como hojas de un
árbol que resiste las inclemencias del tiempo. Y todo sucede como ayer.
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