Azorín decía que el alma
castellana se explicaba por la meseta llana y la tierra elevada en la que
habitaban sus pueblos, de sol canicular, tierra seca, tempestades inesperadas,
vientos cortantes y chubascos repentinos que han marcado el carácter de su
población.
Al hablar de La Mancha, el
escritor se preguntaba si acaso existía otro pueblo “más castizo, más manchego,
más típico”, donde las campiñas son rasas, las horas pasan lentas y las calles
lucen vacías, estremecidas por el viento que brama impetuoso.
Algo parecido se puede
decir de Artajona, Olite y Javier, tres pueblitos aledaños a Pamplona, capital
de Navarra, donde el tiempo parece haberse detenido. La vida del campo, las
calles vacías y el tañido a lo lejos de las campanadas de la iglesia le otorgan
a estos lugares ese aire bocólico, denso y amarillo tan característico de la
vida rural.
Caminar hoy por las calles
empinadas de estos pueblos rurales de España es como convivir con la soledad,
recuperar la fascinación por el silencio y ser de vez en cuando perturbado por
el suave balido y el campaneo de un rebaño de ovejas que cruza sin
preocupaciones las bien cuidadas carreteras que tiene la campiña española.
En estos tres pueblos que
logramos recorrer existen castillos-fortaleza, construidos sobre promontorios
de piedra que representan el dominio de las diversas castas feudales que
dominaron estas tierras; una región poblada por los vascones que soportó las
invasiones de diversas culturas: los romanos, los visigodos, los musulmanes y
los francos, y cuyos descendientes, al final, lograron vivir de manera
armónica, especialmente en Toledo, ese laberinto portentoso, pueblo de armeros
y comerciantes, también conocida como la ciudad de las tres culturas.
Desde lo alto de los
castillos, donde el viento golpea sin piedad, puede verse los pueblos con sus
calles sinuosas, de casas de piedra y argamasa, techos a dos aguas y ventanas
de madera, agrupadas en medio de campiñas, viñedos y pastizales.
El cielo es de un azul
intenso como un tapiz en el que se dibujan las nubes blancas, grises o negras,
que los lugareños reconocen y saben —horas más, horas menos —, si habrá lluvia
o no.
No es difícil imaginar la
vida campesina en estos apacibles lugares. Una naturaleza imprevisible, por
momentos extrema, intensa. Y un grupo de hombres y mujeres del campo
acostumbrados a mirar la vida con tranquilidad, a trabajar la tierra de manera
sosegada, y a disfrutar de un buen vino de temporada, una hogaza de pan recién
salido del horno y un pedazo de queso manchego; mientras una guitarra rompe en
el silencio y el viento hace danzar el polvo de las calles empedradas que señalan
un destino conocido, desde siempre.
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