Lava Jato ha empezado a cambiar las organizaciones empresariales, al Estado y cambiará también a los partidos políticos. El coletazo de la corrupción ha sido tan fuerte que terminará por recomponer a todo tipo de organización y las de tipo político no pueden ser la excepción.
En el Perú, los procesos abiertos en el marco de las investigaciones por sobornos al más alto nivel de la empresa brasileña Odebrecht han llevado a la Fiscalía a considerar al interior de los partidos la formación de “organizaciones criminales para delinquir”.
Es decir, que un grupo de ciudadanos al amparo o bajo la cubierta de una organización política se reúne para realizar actos reñidos, violatorios o directamente atentatorios de la ley, con el animo de obtener un fin, en este caso, el poder.
El razonamiento fiscal es el siguiente: no es el partido el que se convierte en organización criminal, sino son los dirigentes -que manejan el partido- los que actúan, de manera consorciada, como una banda criminal.
Sin entrar en detalles de cada acción partidaria analizada por la fiscalía, ni de lo laxo que resulta el uso del concepto “banda criminal”, lo cierto es que las actividades y decisiones de los partidos políticos transcurren en un velo de misterio frente a la ciudadanía; sobre todo en lo que se refiere al manejo administrativo, económico y financiero de las campañas electorales.
No es suficiente la normatividad existente de rendición de cuentas a la ONPE de los ingresos y egresos de los gastos de campaña, tanto de los candidatos como de los partidos políticos. La situación actual requiere, además de conductas transparentes y éticamente correctas, una formación rigurosa de las normas y leyes que rigen el comportamiento de las organizaciones políticas al momento de realizar operaciones jurídicas, financieras, contables y administrativas.
Así como se desterró de la historia “el anforazo”, o “el arreglo en mesa”, en el momento del escrutinio, hoy es imprescindible que los partidos se despojen de las diferentes modalidades que encuentran para disimular inconductas funcionales en el manejo económico que van desde “el pitufeo”, hasta “la doble contabilidad”, pasando por “los gastos inflados”, “los aportes voluntarios falsos”, y “las colaboraciones anónimas”.
Todos esos recursos mentirosos de campaña entrañan algún tipo de responsabilidad. Para evitar caer en ellas, las organizaciones políticas necesitan algo más que secretarios de economía, jefes de campaña o tesoreros. Requieren de un profesional idóneo, no elegido en asamblea, seleccionado por su alto sentido de la ética y excelente formación jurídica, que establezca con claridad lo que se puede y no se puede hacer en un partido político. Que imponga normas de conducta y protocolos de actuación así como las medidas de control y vigilancia que el partido, sus dirigentes, militantes y simpatizantes,necesitan conocer y cumplir para evitar caer voluntaria o involuntariamente en conductas delictivas.
Ese personaje es el compliance officer, el oficial de cumplimiento, una especie de contralor-veedor-fiscalizador, encargado de cumplir y hacer cumplir estrictas medidas de control que lleven al partido político y sus integrantes por la senda de la ley y la ética. Su rol no es solo preventivo en el sentido de cumplir la ley, sino hasta prospectivo, en la medida que un partido sano incrementa, a la larga, la confianza ciudadana, lo que podría traducirse a su vez en mejores resultados en el ánfora y en una mejor salud para la democracia.
El papel del compliance officer es, por tanto, no solo orientar al partido y sus dirigentes a actuar dentro del marco de la ley para evitar futuras acusaciones penales, sino, también de ayudar a recuperar el nivel de confianza en las instituciones políticas, una de las más golpeadas y vapuleadas en los últimos años. En el Perú, este personaje no existe. Los partidos son manejados por camarillas que hacen y deshacen a su antojo, tanto en acciones y decisiones políticas, como en conductas y actividades administrativas, contables y financieras. Es momento de cambiar esta situación.
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