23 marzo, 2019

Hasta luego, César


Paren las rotativas. César Lévano ha muerto. Se ha ido el maestro. El periodista. El poeta. El compañero. Queda su recuerdo. Sus palabras. Su obra. Sus enseñanzas.

A César lo encontramos en las aulas sanmarquinas, pero lo conocimos fuera de ellas. En el Patio de Letras, en La Casona, en su casa, pero, sobre todo, en las redacciones. 

Compartí con él una oficina de crujiente piso de madera en CARETAS. Eran los años 98, 99. Las computadoras ya reinaban en las redacciones, pero César se resistía a usarlas. 

Él prefería su vieja máquina de escribir que volteaba al terminar, como dándole descanso.

Todos los martes cerrábamos edición, junto a Raúl Vargas Vega con quien compartía y se turnaba la nota principal o la entrevista.

Las voces de Los Zileri tronaban de cuando en vez. Ora Enrique. Ora Marco. César, en cambio, era apaciguado, reflexivo, histórico, referencial, poético. 

Solo cuando hablaba del sindicalismo y la lucha obrera, de Marx, de Mariátegui y la traición de Ravines, la transfiguración de Haya, la resistencia de Gonzales Prada, se le inflamaban las venas. Y se volvía realmente rojo.

Cuando se dejaba llevar, recordaba su infancia, sus trabajos y picardías. Recitaba a Vallejo. Cantaba a Chabuca. Emulaba a Pinglo. Admiraba a Hildebrandt. Y amaba a Natalia. 

Y si reía, dejaba traslucir el niño tímido que llevaba dentro.

En esa buhardilla de piso apolillado, muchas veces, cerrábamos a cuatro manos; editábamos, ajustábamos, cortábamos, titulábamos, seleccionábamos fotos y hacíamos leyendas. 

Corregía musitando, para encontrarle musicalidad al texto. Cuando no la hallaba, devolvía el trabajo.

El cierre incluía, de manera obligatoria, la hora del caldo de gallina. En la madrugada, parábamos. A César le llevaban su caldo a la oficina. Lo aprovechaba con deleite. 

Luego seguíamos. Escribíamos, corregíamos, titulábamos, seleccionábamos fotos, hacíamos leyendas, hasta ver el cielo azul.

César vivió y envejeció con dignidad. No lo doblegó, ni le agrió el corazón, la cárcel, la política, la tiranía o la vida ajustada. 

Lo enriquecían sus lecturas, sus reflexiones, sus ideales. Lo enaltecía su virtud y ética. Y sus libros, periódicos y revistas viejas. 

Lo suyo era el cultivo de una vida cultural, intelectual. Sin bajas pasiones, ni envidias, ni poses de falso Catón.

Tras los cierres en CARETAS, terminábamos zombies. César acomodaba sus papeles, sus libros, levantaba su máquina de escribir y bajaba despacio. 

Afuera, en la Plaza de Armas, el día rompía. La gente empezaba a deambular. Las oficinas y negocios desenrollaban sus puertas, corrían sus cortinas. Los taxis se acercaban. 

César cogía el primero. 

—¡Al Rímac!

Un día le pregunté por qué siempre tan apurado para irse.

—Voy a tomar mi café y mi pan con tamal. Natalia me espera—, me dijo.

Aún lo veo irse. Subiendo adelante. Sonriendo. Acomodando su pierna de madera con las manos. 

—Hasta luego, César. Vaya pronto. Natalia lo espera.

1 comentario:

Unknown dijo...

Buena semblanza de dond César. Bien Luis Alberto al graficar su vida en la redacción, su amor a la cultura y esa humildad que lo caracterizaba. Ya descansa. Saludos amigo.