El miedo puede paralizar en un primer momento. Pero, en situaciones extremas, puede impulsar a la acción. Esto ha pasado con los vecinos de San Juan de Lurigancho. Hartos de atracos, fechorías, extorsiones, bandas y sicariato, esta semana salieron a las calles para expresar su rechazo a la criminalidad.
Los ha movido el miedo de
ver a sus hijos en peligro de caer por una bala asesina. Pero también la
inacción o impotencia del Estado que no tiene respuesta para frenar esta ola de
violencia que amenaza la vida en comunidad.
Un director y dos
vigilantes de colegios privados fueron muertos a tiros recientemente en ese
distrito. Un programa periodístico reveló la forma en que las bandas de
sicarios utilizan a los adolescentes para cometer crímenes que perpetrados por
adultos tendrían penas severísimas.
Los delincuentes mayores
les consiguen dinero y armas, y los entrenan con prácticas de tiro en los
cerros de Jicamarca. No hay Estado en esos cerros. No son territorios
liberados, sino olvidados.
Si tenemos en Lima un
policía por cada mil habitantes y si un tercio de las comisarías distritales se
encuentran en mal estado, un 46% no cuenta con servicios básicos, 40% no tiene
computadoras, y de las que tienen, 70% no tiene internet, es poco lo que desde
el punto de vista policial se puede hacer para combatir la criminalidad.
El tema de la
criminalidad, como la pobreza, es multidimensional. Tiene varias causas y, sin
duda, el crecimiento de jóvenes con falta de oportunidades laborales,
educativas y de recreación se encuentra entre ellas. La falta de valores es
consecuencia de su precariedad social, no la causa.
Así parece entenderlo
también la población de San Juan de Lurigancho, la cual, en un rapto de
desesperación y fragilidad institucional, ha pedido no solo más efectivos
policiales y comisarías en su distrito, sino que sean las propias Fuerzas
Armadas las que patrullen las calles y lugares estratégicos del vecindario.
Es un error, por supuesto,
pensar que las Fuerzas Armadas pueden asumir funciones de seguridad ciudadana.
Esas tareas son competencia municipal y de la Policía Nacional. Pero la
delincuencia parece ganar terreno a estas instituciones y el miedo de la gente
la lleva a optar por estas posiciones extremas que al final son siempre
peligrosas para el fortalecimiento del sistema democrático.
El grito desesperado de
una madre de familia en la marcha no pudo ser más elocuente: “¡Con nuestros
hijos no se metan!”. La marcha de San Juan de Lurigancho, fuera del
histrionismo y payasada de su alcalde de pretender imponer un estado de
emergencia por decreto de alcaldía, y de la posición equivocada de su gente de
convocar a las Fuerzas Armadas, es un llamado de atención a un problema que hoy
toca las puertas de la capital, pero cuya modalidad de organización, ataque y
blancos elegidos –pequeños y medianos comerciantes, negocios y/o tiendas–
surgieron hace buen tiempo en ciudades importantes del norte del país como Trujillo.
No es casualidad que hoy
en día los trujillanos tengan como alcalde a un excoronel de la policía,
exguardia civil y hombre de inteligencia, perseguido y que sigue enredado en el
Poder Judicial con acusaciones de haber formado un comando de la muerte que eliminaba
delincuentes de alta peligrosidad.
Elidio Espinoza niega, por
supuesto, estos cargos y hoy, como autoridad municipal, camina sin seguridad
por todos los vericuetos de Trujillo, empeñado en demostrarle a quien quiera
escucharlo que no es verdad que estas bandas de extorsionadores,
secuestradores, asesinos y sicarios organizados les estén ganando la guerra a
las autoridades y al país. Ojalá los enemigos de la convivencia civilizada, de
la ley y el orden, no le demuestren lo contrario. La marcha de SJL es una de
esas respuestas cívicas que necesitamos para ganarle la guerra a la inseguridad
ciudadana.
-----------------------------------
Publicado en Diario 16 el 31 de mayo de 2015.
-----------------------------------
Publicado en Diario 16 el 31 de mayo de 2015.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario