El informe del PNUD 2019 es contundente: “En todos los países hay muchas personas con escasas perspectivas de vivir un futuro mejor. Carecen de esperanza, sentido de propósito y dignidad; desde su situación de marginación, solo les queda contemplar a otras personas que prosperan y se enriquecen cada vez más”.
Hace tres semanas, sosteníamos aquí algo parecido. Los ciudadanos en diversas partes del mundo están enojados y mejor conectados. Albergan un sentimiento de insatisfacción y hartazgo frente a la autoridad. La brecha entre sus aspiraciones y la realidad —que no cambia—, les genera desesperanza y frustración. Y cuando el ciudadano no encuentra satisfacción, se queja en las redes y en las calles.
El informe del PNUD advierte que hay algún aspecto de nuestra sociedad globalizada que no funciona, y señala como causa la “ola de desigualdad” que comienza en el nacimiento —y aun antes— y que de no tomar medidas radicales puede profundizarse hasta volverse irreversible.
Sin políticas adecuadas que remedien las inequidades, el peor panorama es que las desigualdades de ingresos y riqueza entre los grupos humanos genere, a la larga, un desequilibrio en el poder político que ensanche el abismo, perpetuándolo.
El riesgo es que el poder político caiga en manos del poder económico y se sirva permanentemente de él. Cuando eso ocurre, los que menos tienen, preocupados por sobrevivir, pierden su acceso al poder y a generar cambios.
Solo un 3,2% de personas en los países menos desarrollados tiene educación superior, frente a un 29% en los países desarrollados. El avance tecnológico, si bien ofrece soluciones para democratizar su uso, por ahora, ensancha las diferencias. Dejar de ser analfabeto digital es un reto enorme para todos. No hay forma de ayudar a una persona que carezca de estas habilidades para seguir avanzando en el mundo desarrollado.
Solo un 3,2% de personas en los países menos desarrollados tiene educación superior, frente a un 29% en los países desarrollados. El avance tecnológico, si bien ofrece soluciones para democratizar su uso, por ahora, ensancha las diferencias. Dejar de ser analfabeto digital es un reto enorme para todos. No hay forma de ayudar a una persona que carezca de estas habilidades para seguir avanzando en el mundo desarrollado.
Amartya Sen definió el sentido que teníamos que darle al concepto de desigualdad. Entenderla como la búsqueda de la igualdad. ¿Pero, igualdad de qué? De las capacidades que tienen las personas para tomar decisiones en su vida. Estas capacidades, que en el fondo miden su nivel de libertad, van cambiando conforme cambia la persona.
Así, a las capacidades básicas del pasado le suceden hoy nuevas capacidades aumentadas.
Las capacidades básicas son propias del Siglo XX: esperanza de vida al nacer, aprender a leer. En esto hemos avanzado. Las capacidades aumentadas, en cambio, son del Siglo XXI. Implican acceso a servicios de calidad en educación y salud o el uso de tecnologías de la información.
En el mundo que vivimos no basta el derecho de ir a votar (capacidad básica), sino el de participar plenamente en la esfera política, hasta conseguir ser elegido (capacidad aumentada). Las capacidades de primera generación están relacionadas con la vida y muerte, las de segunda generación con la calidad de vida de las personas, con sus aspiraciones. Son estas últimas las que generan el enojo, el reclamo airado, el hartazgo de la gente, en diversas partes del mundo.
Si esto sigue, tendremos grietas profundas entre las personas, las sociedades y los países. Diferencias que cataclismos como los que genera el cambio climático en los países menos desarrollados, agravarán más. Es urgente mirar el futuro para planificar desde ahora el recorte de las inequidades económicas y sociales; pero, también, atender la expectativa que tienen todas las personas de vivir con dignidad. No más, ni mayor desigualdad.
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